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Juan Carlos, el soberano emérito de España

Todo en exceso es malo, hasta lo bueno.

. Catón

Todo en exceso es malo, hasta lo bueno. Aquel recién casado se veía agotado, laso, abatido. Y es que le hacía el amor a su dulcinea a mañana, tarde y noche. Andaba ya en los huesos; no tenía fuerzas ni para levantar un falso testimonio.

Su esposa, preocupada, lo llevó al doctor. Un breve interrogatorio clínico mostró la causa de aquella extenuación. El facultativo les dijo: “A partir de hoy deberán dormir en habitaciones separadas. Un acto más de amor puede causar la muerte de este joven”. Muy a su pesar los desposados acataron la draconiana prescripción del médico.

Ella siguió en la recámara del segundo piso y él se acomodó en un cuarto de la planta baja. Pasaron dos días de aquel forzado ayuno conyugal. La noche del tercero el ansioso marido no pudo aguantar más y fue en busca de su amada. La encontró a mitad de la escalera. Le dijo con anhelante voz: “¡Iba a morir en tus brazos!”. En el mismo ardiente tono replicó ella: “¡Y yo iba a matarte!”.

Varias locuras llevo en mí que me han salvado de caer en la locura. Una de ellas es la ópera, absurdo, hermoso arte en que todas las artes se conjugan: La música, la literatura, la danza, la arquitectura, el teatro, la pintura. Esa afición mía tiene algunos límites.

Las óperas de Wagner, por ejemplo, y las del repertorio ruso, me inspiran el mismo reverente pavor que la ciencia matemática. Gusto de las francesas -de las óperas, digo-, pero mis predilectas son las italianas, sobre todo las de Verdi, a quien algunos diletantes miran con intelectual desdén. El desdén de los intelectuales es, entre todos los desdenes, el más desdeñoso. Y también el más estéril.

La primera ópera que escuché fue “Rigoletto”, en la gloriosa grabación de la marca Ángel, con Callas, Di Stefano, Gobbi y Serafin. La obra verdiana tiene una historia interesante. Verdi encontró en el drama “Le Roi s’amuse”, “El Rey se divierte”, de Víctor Hugo, materia propicia para una ópera de gran aliento. La escribió con un espléndido libreto de Francesco Piave, su libretista favorito, pues se mostraba sumiso a sus dictados y soportaba su trato imperativo.

En aquel tiempo gran parte de Italia estaba dominada por Austria, y la censura austriaca consideró que la ópera de Verdi era un velado ataque contra la realeza, en tiempos en que las monarquías europeas habían sido restauradas después de la pesadilla napoleónica. El permiso para el estreno de la obra fue negado. El compositor y el libretista debieron transigir: Cambiaron la figura del rey por la de un duque, y de ese modo la ópera se pudo presentar.

Recordé todo eso a propósito de la noticia que sacó a la luz una pasada aventura amorosa de Juan Carlos, el soberano emérito de España, padre del actual Rey, Felipe VI, quien varias veces ha debido lidiar con las frivolidades de su progenitor, que se divertía en la misma forma de Francisco I en la obra de Víctor Hugo, y del duque de Mantua en “Rigoletto”.

Evoqué el caso de cierto abogado que representaba a un tipo acusado de adulterio. Envió una carta al juez en estos o parecidos términos: “Su Señoría: Le suplico clemencia para mi defendido, que es ciudadano responsable, trabajador, honrado, cuyo único defecto es que le gusta mucho la nalguita”. Igual afición tuvo, aparte de la de matar elefantes, el anterior Rey de España, a quien se le siguen apareciendo los efectos de sus pasados devaneos de alcoba.

Verdad muy grande contiene el siguiente apotegma, ominoso y estremecedor: “Los amores de los gatos siempre se oyen. Los amores de los perros siempre se ven. Los amores de los hombres siempre se saben”.

FIN.

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