Claudia Sheinbaum y Estados Unidos
El abuelo contaba que al celebrar don Porfirio en 1904 el cincuentenario del Himno Nacional un coro de más de mil cantores lo entonó en el Zócalo de la Ciudad de México.
La casa es antigua, y por lo tanto bella. Su puerta se abre a un zaguán florido que conduce a un patio en cuyo centro hay una fuente que canta la canción del agua. En torno de ese patio se ordenan las habitaciones: La alcoba que fue de la abuela, la del abuelo al lado, y junto a ellas las de los hijos. Al fondo vemos el vasto comedor y la cocina con su estufa de leña. En el piso, bajo la mesa de macizo roble donde se prepara la comida, a uno de los ladrillos se le ha hecho un hueco para ponerle ahí la leche al gato. La sala de la casa es tan amplia que es más bien salón. No se le llama así: Es “el estrado”. En él se llevan a cabo, todos los jueves de 5 a 7 de la tarde, las tertulias a las que acuden los vecinos: El médico del barrio con su esposa; Jorgito de la Peña, que ya tiene 40 años y no se ha casado, pero toca en el piano los valses de otro tiempo y las canciones de un nuevo compositor llamado Agustín Lara. Se juegan juegos de prendas: “Ahí va un navío cargado cargado de…”, y se dicen adivinanzas: “Es más alto que un pino, y pesa menos que un comino”: El humo de la chimenea. Las paredes del estrado están llenas de retratos. El del tío Felipe, que hizo fortuna buscando minas en Guanajuato y Zacatecas; el de la abuela Lipa, que alumbró cinco hijos varones y murió luego a los 24 años de edad al dar a luz una niña. Otro retrato contiene uno de los muchos misterios que guarda la casona. Es el de Jaime Nunó, el autor de la música del Himno Nacional. ¿Cómo vino a dar aquí ese pequeño cuadro al óleo? Mi padre no lo sabía; él, que lo sabía todo, al menos cuando yo era niño. El abuelo contaba que al celebrar don Porfirio en 1904 el cincuentenario del Himno Nacional un coro de más de mil cantores lo entonó en el Zócalo de la Ciudad de México. Dirigió ese coro un anciano que tenía ya dificultad para moverse. Era Jaime Nunó. Ni él ni Francisco González Bocanegra, quien escribió la letra de la patriótica obra a cuya composición convocó Antonio López de Santa Anna, imaginaron que alguna vez su himno serviría de defensa contra una posible invasión norteamericana, según lo proclamó la Presidenta -más o menos- Claudia Sheinbaum. Con el mayor respeto para el himno, cuyas estrofas canto siempre con emoción en los actos oficiales, debo decir que más eficaces que esa arma musical serían los recursos que en 1914 propuso en mi ciudad don José María García de Letona por medio de una hoja volante impresa en papel de China color anaranjado con el título “Capítulos de un Plan Maestro para frenar una posible invasión americana”. Entre esos eficacísimos recursos estaba el de tender una red eléctrica a lo largo de toda la frontera, red en la que se electrocutarían los invasores al llegar a México. Si pese a esa prevención lograban entrar al territorio nacional, en todas las rancherías por donde pasarían las tropas enemigas se soltarían jaurías de perros hidrofóbicos que morderían a los soldados gringos cuando salieran de sus campamentos a desahogar una necesidad mayor. Les trasmitirían así el mortal virus de la rabia, causándoles una horrible muerte. Si también eso fallaba se procedería a poner en práctica el último recurso: batallones de heroicas y bellas voluntarias serían inoculadas, y se ofrecerían luego a la lascivia de los yanquis para acabar con ellos a base de enfermedades vergonzosas. Todo esto que he dicho no es invención fantástica: en mi colección de documentos de Cronista de Saltillo figura un ejemplar del plan propuesto por don José María, plan seguramente más viable y de efectividad mayor que el de la defensa lírica ideada por la Presidenta (más o menos) Claudia Sheinbaum. FIN.
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