El problema de morirse
Nunca conocí a Javier Marías, pero presunción aparte, durante un tiempo tuve la impresión de que él sí me conocía a mí.
Nunca conocí a Javier Marías, pero presunción aparte, durante un tiempo tuve la impresión de que él sí me conocía a mí. O por lo menos es la sensación que me dejó la lectura de varias de sus novelas, ya hace años. Lo leía convencido de que eso que él había escrito, lo había escrito para mí o “desde mí”, para ser más exactos. Las pequeñas satisfacciones, los resabios, los deseos y los incordios de sus personajes encajaban con los míos como si el escritor hubiera cometido un inexplicable y misterioso plagio. Parecía que el autor y el que leía, observábamos al mundo desde la misma ventana, con la diferencia, claro, que sus textos describían con elegancia y certeza lo que yo hasta ese momento sólo intuía.
La escritura de los mejores suele tener esa cualidad. Como la de los cuadros de personajes que parece que te están viendo justamente a ti, que fueron pintados para seguirte con la mirada. Es en parte la razón por la cual Corazón Blanco y Mañana en la batalla piensa en mí, sus novelas más conocidas, marcaron una etapa en la vida de una generación de lectores. Incluso en sus últimas obras, Berta Isla y Tomas Nevinson, entre intrigas de espionaje y tramas geopolíticos, el recuento de los amores encontrados y desencontrados de Berta y Tomás genera ecos en nuestros propios recuerdos.
Como columnista Javier Marías mantuvo esa curiosa cualidad. En su colaboración regular en el diario El País, que sostuvo durante años, nos acostumbramos a encontrar la reflexión políticamente incorrecta, pero certera, que el lector no se atrevía a formular, aunque comulgara con ella una vez que la veía reflejada en un párrafo. La misoginia del feminismo invertido, los excesos del amor a los perros, la hipocresía de los profetas del ambientalismo, la ridiculez del militante de la vida sana. Marías tenía una mirada de francotirador para percibir los desfiguros que los seres humanos cometemos e infligimos a otros en nombre de la dictadura de las causas nobles. No habrá quien lo reemplace en la tarea de denunciar sin tapujos ni falsas cortesías la mojigatería y la intransigencia disfrazada de decencia y buenas costumbres.
Me enteré de su fallecimiento en los días en los que terminaba el último libro de Martin Amis, Desde el interior, justamente una reflexión sobre el fin de la vida. La descripción de su relación con Saul Bellow y Christopher Hitchens, quienes murieron tras un largo deterioro físico, del que Amis fue testigo, constituyen el punto de partida para que el autor confronte la posibilidad de su propio final.
Por un lado, el tema sobre el duro tránsito que supone morir. Arranca con la “deportación” que lleva a alguien desde el país de los sanos al territorio inhóspito de la enfermedad. Muchas personas han escrito con enorme agudeza sobre las enfermedades, sobre el destierro del mundo de voluntad y acción, la indignidad, la carga opresiva, pero no hay muchos que hayan evocado el aburrimiento, lo sumamente aburrido que es estar enfermo, como lo hizo Hitch, afirma Amis.
Claro, un aburrimiento que desaparece en automático en cuanto se hace presente la posibilidad de que la enfermedad conduzca a la muerte. Entonces el acto de aferrarse a la vida se convierte en una sucesión dramática de pequeños suspensos.
Y es que el problema no es estar muerto, sino morir, sostiene el escritor inglés. Lo que aterra es el tránsito, el arribo del momento último en que dejaremos de estar entre los vivos, la desesperación que ocasionará la última inhalación y, sobre todo, la última exhalación. Pero la idea de estar muertos no tendría que asustar a nadie porque venimos al mundo sabiendo que la vida transcurría sin nosotros y seguirá haciéndolo una vez que nos hayamos ido. Ninguno de nosotros sufriremos el peso de nuestra propia ausencia, porque ya no nos enteraremos de nada.
Y ese parece ser el consuelo del escritor que comienza a sentirse abandonado por los compañeros de toda la vida. “Este agosto que viene entraré en la setentena. Hay un puñado de relatos que quiero escribir” sugiere Amis, como pidiendo permiso. “El tiempo dirá. Cuando se acerque el final quizá me calle y me ponga a leer…”. Eso lo escribió hace poco más de tres años, sobreviviendo a su pesimismo y a una pandemia insospechada.
Lo cual es una fortuna, porque, como dice Juan Gabriel Vázquez en el País, a propósito de la muerte de Javier Marías, “lo que se pierde cuando muere un novelista de su tamaño es una manera de ver el mundo y de pensar en él: Es como si se cerrara una puerta y alguien se llevara la llave, y nos deja extrañamente encerrados, en una realidad más pobre o más estrecha”. Javier Marías no se extrañará a sí mismo, nosotros sí.
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