Humanizando un cerebro animal
En las últimas décadas hemos gozado de beneficios antes nunca imaginados
La otrora impensable aceleración en el progreso de la investigación biotecnológica y su aplicación en los alcances de la medicina aplicada han sido realmente impresionantes; no obstante viene ampliándose cada vez más el hueco que queda en lo concerniente a los conflictos éticos y sus posibles consecuencias en la seguridad y el bienestar de los usuarios.
En las últimas décadas hemos gozado de beneficios antes nunca imaginados, por ejemplo, la implantación de marcapasos cardiacos para recuperar el adecuado latido de un corazón, la tecnología de los trasplantes de órganos que ha permitido continuar en buena vida a millones de personas y ni qué decir de las prótesis para el reemplazo de estructuras y tejidos severamente dañados y que ha permitido una vida funcional también a muchos millones de personas.
Sucede que la aceleración a la que aludía al comienzo de esta columna ha entrado en una etapa de “misiones imposibles” que supera con mucho la tecnología para volver a echar a andar una rodilla o un corazón, pues hoy los esfuerzos van sobre temas mucho más complejos, como la regeneración de tejidos y órganos, la reparación del código genético para corregir una serie de trastornos que apenas hace 10 años no hubiéramos imaginado posible, y aún más y de manera muy especial, lo referente al campo de las neurociencias del que en esta ocasión me refiero a un aspecto muy particular: La creación y utilización de organoides cerebrales.
Los organoides son estructuras tridimensionales producidas en el laboratorio a partir de células primitivas que tienen el potencial de dar origen a diferentes tipos de células “hijas” y, en el caso que hoy nos ocupa, se trata de organoides cerebrales para formar tejido cerebral.
Esta tecnología comienza a aprovecharse para investigar sobre diversas enfermedades del sistema nervioso como el autismo, Alzheimer, microcefalia (cerebro pequeñito) e incluso algunos tumores cerebrales, pero también para la “fabricación” de tejido y conexiones de las células nerviosas, las neuronas.
En este sentido sobresale un trabajo desarrollado en la Universidad de Stanford, en California, y publicado en “Nature” hace tres semanas, consistente en producir organoides cerebrales derivados de células humanas e inocularlos en cerebros de ratas recién nacidas lográndose el desarrollo e integración entre ambos tejidos cerebrales -el humano y el del roedor- (en la imagen adjunta se ve una resonancia magnética en la que la parte más clara corresponde al tejido cerebral humano que crece dentro del cerebro de la rata) y con el sorprendente resultado de que surgieron cambios en la conducta de los roedores consistentes en la procuración de recompensas que le generan placer.
Es un paso primitivo en este tema, pero es una apuesta segura que con mejor metodología y tecnología se podrán establecer conexiones entre las células nerviosas de ambos orígenes y generarse funciones cerebrales más avanzadas con impredecibles cambios en el comportamiento e incluso trastocar la esencia mental al sentarse las bases para tener “una mente humana atrapada en un cuerpo animal o una criatura con un cerebro semihumano” en palabras de la reconocida abogada bioeticista norteamericana Alta Caro.
Es por esto y más que no deja de insistirse en guardar prudencia y celosa cautela en toda innovación con riesgo de resultar en un autogol para la condición ética y la seguridad de la persona humana. Adelante con esto, pero sin olvidar que no todo lo que es técnicamente posible es éticamente aceptable.
REFORMA ELECTORAL
No todo lo popular es democrático. Hay decisiones que siempre deben surgir de un criterio bien informado y objetivo, pericia y la mayor imparcialidad posible; es el caso de la sentencia judicial, la selección de los mandos militares…y la de los celadores de la función electoral: Los consejeros electorales.
Médico cardiólogo por la UNAM. Maestría en Bioética.