El Imparcial / Columnas / Columna Sonora

Aquellas posadas

Cuando éramos niños las posadas eran una celebración popular, religiosa, con ribetes de fiesta infantil. Las parroquias organizaban una cada tarde

Ayer viernes 16 de diciembre dieron inicio, en el calendario mexicano, las posadas. Se trata de un novenario, es decir, nueve misas y festejos como preparación para la Navidad. Cuando éramos niños las posadas eran una celebración popular, religiosa, con ribetes de fiesta infantil. Las parroquias organizaban una cada tarde: Se asistía a una peregrinación en la que se llevaba a las figuras de José y María, y se marchaba en procesión por la sacristía, luego por el interior del templo; si se podía, se salía por una de las puertas para entrar por otra, en rememoración de los días que le tomó a la pareja viajar hasta Belén, para empadronarse como lo requirió el emperador César Augusto.

Este salir por una puerta y entrar por la siguiente, un poco a escurridillas, era una forma de esquivar la prohibición gubernamental de realizar actos de culto en público: Sólo se podían llevar a cabo en el interior de los templos. Por eso marchábamos por los pasillos de la iglesia y salíamos al exterior para entrar apresuradamente de nuevo, cantando con más ánimo que pericia aquello de “Eeen nombre del cieeelo...” de música harto complicada; y todo a las prisas, no fuera a ser que algún gobernante tomara en serio la anacrónica reglamentación.

De chamacos no nos atraían demasiado estas posadas porque había misa o un rosario con todo y letanías antes del evento más interesante: La piñata con golosinas, y las bolsitas de colación: Cacahuates, dulces y tejocotes que no volvíamos a probar hasta el diciembre siguiente, y que no extrañábamos demasiado...

Más atractivas eran las que se organizaban en las casas y barrios vecinos. Allá, por la Calle Mina, al Poniente del Cerro de la Campana, una familia numerosa y amiga, armaba unas posadas tradicionales y también divertidas. Recorríamos cantando toda la cuadra, solicitábamos albergue en varias casas y nos rechazaban con cierto comedimiento para, a su tiempo, arribar a la esquina donde los cantores del interior de súbito reconocían a los peregrinos y nos abrían la puerta regocijados. Se pasaba luego a los rezos, ya con la chamacada un poco impaciente, para seguir la festividad: Se colgaba la piñata y procedíamos a darle de porrazos con un palo de escoba adornado con listones coloridos. Terminábamos la tarde con ponche y tamales, y nos íbamos a casa provistos con los cucuruchos de la piñata colmados de cacahuates y colación...

Esta celebración tuvo su origen, dicen, a mediados del siglo 16 en el convento agustino de Acolman, al Norte de la capital mexicana, cuando los frailes instauraron una novena de misas previas a la Navidad en la que iban recordando el trayecto desde Nazareth a Belén, cuando aquellos peregrinos buscaban abrigo en algunos de los sitios que se mencionan en los Evangelios, y no recibían ayuda, a pesar de la gravidez de la viajera.

Los monjes las llamaron “misa de aguinaldos” y servían para atraer a la infancia y evangelizarla de modo atrayente y divertido. Al terminar el culto repartían dulces, el aguinaldo, y muy pronto incluyeron la piñata como una diversión en la que arremetían contra el pecado, deslumbrante y seductor, y lo rompían para que se derramara la Gracia en forma de agasajo.

Pero el origen de la piñata no es mexicano: En el Antiguo Oriente había un evento en el cual, por el año nuevo chino, los mandarines rompían la figura de un buey colmado de semillas. Marco Polo observó el ritual y lo llevó a Italia, donde se utilizó una olla de barro decorada y las llamaron piñata (pignata), porque recordaba a las piñas de los pinos. De ahí pasó a España y al nuevo mundo, donde ahora, para festejarnos, recurrimos a artefactos de la arcaica tradición china, mientras recordamos un transitar arduo por aquella Galilea, dos milenios atrás, ocupada por la Roma imperial, en busca infructuosa de alojamiento y resguardo. Y de esta manera celebramos nuestra mexicanidad y devoción...

Ernesto Camou Healy es doctor en Ciencias Sociales, maestro en Antropología Social y licenciado en Filosofía; investigador del CIAD, A.C. de Hermosillo.

Temas relacionados