Amor y esperanza
Hoy es Nochebuena. Víspera de Navidad. Un festejo que genera unanimidad casi global
Hoy es Nochebuena. Víspera de Navidad. Un festejo que genera unanimidad casi global. Resulta interesante comprobar que aquel nacimiento, en un establo, entre vacas y ovejas, compartiendo noche y abrigo con pastores y gente de campo, en pobreza y exclusión, se convirtió en un símbolo reconocido a través de la historia, culturas y regiones. De alguna manera aquel suceso en Belén fue una afirmación de lo humano, de la persona desnuda, sin atavíos, accesorios o adornos. Del valor del ser humano sin adjetivos, ni oropeles, sin posesiones ni propiedades: Una persona vale por ser precisamente eso, un individuo, un sujeto, un prójimo; las posesiones son, en esa perspectiva, al menos prescindibles.
Si aquel parto era ya un mensaje radical pues proponía la belleza y el valor absoluto del ser humano sin distinción de clases, etnias o apariencias, en estos tiempos que corren puede equivaler a un escándalo, un contrasentido y hasta una ridiculez para algunos. La tradición cristiana nos habla de un nacimiento en condiciones de pobreza, sin techo y en tierra ajena. Una noche que llaman venturosa, pero que difícilmente calificaría como optimista. Y, sin embargo, la misma tradición afirma que ese chamaco fue enviado por la divinidad para compartir su suerte con nosotros, proclamar una salvación misericordiosa, amorosa, sin distinción entre las personas.
Ahora bien, ya en esa época la sociedad estaba dividida: Había hombres libres y esclavos, señores y siervos, ciudadanos y extranjeros. Y unos pocos, los “señores” y “ciudadanos” poseían tierras, ganado, bienes, y poder sobre sus cosas y también sobre los esclavos y desposeídos. Era una sociedad dividida, para la cual el nacimiento en pobreza, de un infante elegido por Dios, reivindicaba y daba sentido, no a la miseria de muchos, sino al reclamo de equidad.
La tradición cristiana, y los Evangelios, afirman que ese niño, Jesús, era hijo de Dios, partícipe de su divinidad; de ahí el escándalo, pues al nacer en esas condiciones le esperaba una vida normal, como la mayoría de los israelitas de su tiempo. Habitante de una comarca y un pueblo tomado por el imperio, sojuzgado por Roma, y gobernado sin contemplaciones.
Creció ese infante como chaval de pueblo, hijo de un artesano y una ama de casa. Inmerso en un culto diferente al de sus vecinos: Eran monoteístas, veneraban a un solo Dios, con quien tenían una alianza añeja; eso les concedía esperanza. Una parte de sus coterráneos esperaba un Mesías que los liberaría del yugo del invasor. Jesús creció y comenzó a predicar en pueblos y caminos, pero su mensaje parecía distinto, menos radical y no violento: se centraba en el amor, en la compasión con los otros, los más pobres y los enfermos; afirmaba traer una Buena Nueva que consistía en crear un entorno amoroso, más justo y equitativo. Criticó a los poderes establecidos, a los dignatarios de la religión judía, y a quien gobernaba en nombre del imperio. A todos proponía una finalidad plenamente humana: Amar y respetar al otro, a los otros. Cimentar una sociedad equitativa, sin grandes diferencias ni en prestigio ni en riqueza. En su sermón en el monte afirmó: “Bienaventurados los que tienen espíritu de pobre, porque de ellos es el reino de los cielos. Dichosos los que sufren, porque serán consolados. Dichosos los humildes... los que tienen hambre y sed de justicia... los compasivos... los que tienen el corazón limpio... dichosos los que trabajan por la paz y los perseguidos por hacer lo justo porque de ellos es el reino de los cielos...”.
Sigue siendo una propuesta radical, y aún más si la contrastamos con muchas de las formas de los festejos vigentes en esta fecha, pues con los años, las prácticas de una religiosidad demasiado cercana a poderes políticos y económicos parece que han logrado secuestrar aquel espíritu y el sentido original de aquella novedad graciosa que vio la luz en Belén, hace dos mil años.
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