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Batarete

Desde niños nos mandaban al catecismo sabatino y nos sentaban en las bancas de la Catedral, separados niños y niñas, y acomodados por edades.

En mi vida he pasado por muchas cuaresmas con sus semanas santas adosadas. En Hermosillo la Cuaresma marcaba un momento de inflexión entre un invierno leve a una primavera soleada y mucho viento, que pregonaban la esperanza de una semana de asueto antes del último tramo del año escolar.

Desde niños nos mandaban al catecismo sabatino y nos sentaban en las bancas de la Catedral, separados niños y niñas, y acomodados por edades, los más chicos hasta el frente y los mayorcitos en las filas traseras. Ahí, una catequista amable nos enseñaba los elementos de la religión, haciéndonos repetir las respuestas a las preguntas que el P. Ripalda proponía. A la interrogación “¿Dónde está Dios?” Respondíamos a grito pelado, “en la Tierra, el cielo y todo lugar”, al mismo tiempo que con el índice de la mano derecha apuntábamos hacia el suelo, luego al firmamento y lo movíamos enérgicamente en redondo para que quedara claro que incluíamos el todo circundante. Todos berreábamos las respuestas, pues la pedagogía implicaba repeticiones en las que competíamos en decibeles con los mayorcitos, y a veces les ganábamos: La Catedral retumbaba con tanta algarabía infantil.

En esas sesiones de los sábados, desde antes de la Cuaresma, las catequistas nos conminaban a hacer sacrificios para acordarnos de lo que Dios había sufrido: Debíamos prometer no comer dulces, no tomar sodas o no ir al cine...

Muy pronto caí en la cuenta que si ofrecía no engullir golosinas, acababa comiéndolas más de lo normal, porque la manda se tornaba una obsesión en cuanto tenía un pan de dulce enfrente, o un caramelo colorido y dulzón. Muy pronto decidí que yo no era para andar haciendo promesas que luego incumpliría, y dejé esa devoción a otros, quizá con más fueresa devoción a otros, quizá con más fuerza de voluntad.

Pero no me gustaban los viernes: Ese día no se comía carne, y sólo se servía un pescado que, por lo regular olía mal –“a pescado”–, ya algo pasado porque los comercios lo traían de Guaymas sin preocuparse por su frescura. Lo comíamos haciendo aspavientos y medio amenazados; pero la promesa de la capirotada recién hechecita, nos apaciguaba.

No faltaba el caldo de chicos, una o dos veces por semana. Consiste en granos de maíz que se cuecen, o tateman, y dejan secar en la mazorca, para luego separar el grano y romperlo en el metate, guardarlos para la siguiente Cuaresma y preparar un caldo con ellos: Freían tomates y cebollas, con orégano y cilantro, y luego se añaden los chicos hidratados y se dejaban cocer. Era típico de esa temporada.

Pasé algunas cuaresmas en un poblado del Valle de Toluca. Ahí asistí a los servicios alguna vez, y me regocijaba con los romeritos en mole con tortitas de huevo y camarón seco que preparaban para esas fechas. En otra ocasión pasé la cuarentena en Atotonilco el Grande, en Jalisco, bello y amable pueblo. Ahí nos invitaron a comer caldo michi, una sopa de pescado con mucha verdura y hierbas de olor. Se veía sabrosísimo, pero le agregaron tal cantidad de jalapeños que sólo enchilaba: Manjar de Cuaresma con penitencia incluida.

En el Valle del Mezquital, Hidalgo, donde trabajé varios años, se prepara por estas fechas una delicia regional: Los escamoles, larvas de una hormiga cocinadas en mixiote, en hoja de maguey, con mantequilla y mucho ajo, cebolla y epazote, y cocidos en un hoyo bajo tierra. Muy sabrosos con tortillas de maíz y una buena salsa borracha. También los preparaban para el desayuno, revueltos con huevo y verduras. Ahora son una especialidad en algunos restaurantes elegantes de la capital...

Esas vivencias y comidas me han ido construyendo una identidad, al grado de que me reconozco frente a un mole poblano, unos tamales veracruzanos o unos panuchos en Mérida; pero cuando me ofrecen una carne con chile colorado, tortillas grandes o “de agua” y un menudo con grano y pata... ¡de aquí soy!

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