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La “ministra del pueblo”

¿De cuál pueblo será ministra la recién llegada?

"Mujeres que pasáis por la Quinta Avenida, / tan cerca de mis ojos, tan lejos de mi vida". Con clara voz y memoria más clara todavía aquel hombre decía los versos de Tablada mejor que cualquier declamador. Era el político más discutido de su tiempo en México, pero ahí, en el bar de un hotel en las alturas de Chipinque, desde cuyos ventanales se miraba toda la Ciudad de Monterrey, se olvidaba de los afanes de la vida pública, de la persecución de que era objeto, de las ingratitudes de quienes antes lo adulaban y lo zaherían ahora, y se entregaba a la poesía y a la charla cordial con quienes lo admirábamos y lo queríamos. Él era Carlos Madrazo, que moriría poco tiempo después, junto con su esposa, en un llamado accidente de aviación lleno de sospechosas circunstancias, que cobró además la vida de decenas de personas. Nosotros éramos un grupo de simpatizantes suyos de Nuevo León, Coahuila y Tamaulipas. Los coahuilenses nos agrupábamos en torno del doctor Eduardo Dávila Garza, ex alcalde de Saltillo, quien a sus muchos méritos de servidor público ejemplar añadía una extraordinaria calidad humana que lo hacía ser apreciado por todos, desde los más poderosos (en Saltillo había unos pocos que se creían poderosos) hasta los más humildes (en Saltillo había muchos que se sabían humildes). Casi todos los asistentes a aquellas reuniones de verdadera amistad tomaban whisky, bebida obligada de los políticos de la época. Yo pedía una cuba de Bacardí, que era lo que bebía mi padre por las noches mientras escuchaba el noticiero de la W. Quizá fue el ron -"esa bebida de piratas", lo descalificaban los ingleses- el que me llevó al atrevimiento de contradecir en cierta ocasión al licenciado Madrazo, jovenzuelo yo como era, gran señor de la política como era él. Evocó la frase, y la hizo suya, según la cual "si al mediodía el pueblo dice que es de noche, hay que encender los faroles". Yo opiné que si al mediodía el pueblo dice que es de noche hay que mostrarle el sol en lo alto a fin de que conozca la verdad. Con ánimo gentil el doctor Dávila Garza llevó la conversación por otros rumbos, y eso disipó la tensión causada por aquella imprudencia juvenil, uno de mis primeros pasos de los muchos que he dado en el camino de las imprudencias. Todo esto viene a cuento por el título que a sí misma se ha otorgado Lenia Batres, quien en el nombre lleva la fama, título de "ministra del pueblo", al ingresar como representante de AMLO, no de la ley, a la Suprema Corte de Justicia, la cual está en vías de dejar de ser de la Nación para pasar a ser de López Obrador. Antes la mancilló Zaldívar con su ignominiosa entrega; la avergüenza ahora la señora Batres al declarar su adhesión incondicional al presidente con minúscula. ¿De cuál pueblo será ministra la recién llegada? ¿Del que ha linchado estudiantes por creerlos comunistas y enemigos de la Iglesia? ¿Del que ha empapado en gasolina a policías para después prenderles fuego? ¿Del que ha ahorcado a inocentes en el quiosco de una plaza pública tras acusarlos de delitos que nunca cometieron? Ningún ministro o ministra de la Suprema Corte ha de ser del pueblo. Todos deben ser representantes y defensores de la Constitución y de las leyes que de ella emanan. Poner su investidura al servicio de una ideología o -peor todavía- de un hombre, es atacar los principios en que se finca la República. Los indicios muestran que la señora Batres se apresta a colaborar en la infame tarea de llevar a México y a los mexicanos a la pérdida de la libertad, la democracia y la justicia. Y eso está muy cerca de lo que podría calificarse de traición a la Patria. FIN.

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