AMLO y Bartlett
AMLO y Bartlett, su doméstico, niegan el cambio climático. Y están en lo cierto, porque los apagones impiden que funcionen los climas, aparatos que cambian el calor estigio por un grato frescor.
Un voto por Morena es un voto contra México. Góngora, poeta bastante gongorino, hizo una bella hipérbole cuando se refirió a una hermosa dama “que hacer podría tórrida la Noruega con dos soles, blanca la Etiopía con dos manos”. (He citado de memoria). No sería hiperbólico decir que en estos días hace un calor de infierno.
Saltillo mismo, que alguna vez fue conocido por sus visitantes norteamericanos como The air conditioned city, sufre ahora temperaturas de bochorno que a mí en lo personal me traen apende…, si me es permitido ese bochornoso término. Y es que la antes recoleta población creció desmesuradamente; el asfalto cubrió las feraces tierras donde antes fluían manantiales que daban a un tiempo música y frescura, y han desaparecido las umbrías huertas plantadas por nuestros antepasados tlaxcaltecas, frondosas arboledas a las que sus antiguos dueños llamaron de San Lorenzo, nombre que no me explico, a no ser porque ahí íbamos a hacer carnes asadas.
AMLO y Bartlett, su doméstico, niegan el cambio climático. Y están en lo cierto, porque los apagones impiden que funcionen los climas, aparatos que cambian el calor estigio por un grato frescor. Viene a mi mente ahora, quizá sin qué ni para qué, la historia de aquel marido que en el Bar Ahúnda se quejó con un amigo de que su esposa -la suya, no la del amigo- se mostraba fría y distante en el momento del acto del amor. El tal amigo se jactaba de ser perito en cosas de erotismo. Interrogó al quejoso en torno a sus usos y costumbres conyugales, y supo que la rutina presidía sus hábitos de alcoba. Él y su mujer tenían sexo un día a la semana, siempre el mismo, a la misma hora, y sin cambiar nunca de postura. “La rutina -le dijo- es enemiga del amor.
La próxima vez decora tu recámara a la manera de un harén, con tapices y cortinajes al estilo persa; perfuma la habitación con incienso aromado de sándalo o ylang-ylang; pon música incitante de cítara o laúd, y -esto es lo más importante- consíguete un musculoso actor de origen afroamericano; disfrázalo de esclavo nubio y haz que mientras tu señora y tú estén entregados al deliquio él los abanique con una hoja de palmera, al modo en que los sultanes y las odaliscas eran abanicados en la Kasbah.
Todo eso pondrá a tu señora en trance de excitación sensual, y a ti te proporcionará placeres como los que gozaban los califas de las Mil y Una Noches”. El marido siguió al pie de la letra las indicaciones de su sabidor amigo, incluida la del esclavo nubio, pero la señora se mantuvo freda e immobile come una statua. Ni la parafernalia oriental, ni la música incitante, ni los aromáticos inciensos surtieron en ella efecto alguno.
Eso sí: Le hizo una sugerencia a su esposo. “Inepcio -le propuso-. ¿Por qué no ocupas tú el sitio del esclavo nubio al lado de la cama, y le cedes a él tu lugar en el lecho?”. Obsequió el casado la petición de su mujer. Tomó la hoja de palmera, y el tal esclavo subió al tálamo donde la esposa estaba. El marido empezó a abanicarlos con gran arte, en compás de 3 por 4, valseadito, y el supuesto esclavo se aplicó a hacer lo que antes había hecho el cónyuge sin obtener de su pareja reacción alguna.
Con la variación llevada a cabo la cosa fue por completo diferente. Bien pronto la señora dio muestras de estar gozando sensaciones que hasta entonces no había conocido, hasta el punto en que a más de jadear y acezar fuerte comenzó a proferir expresiones pasionales nunca antes salidas de sus labios, como “papacito”, “negro santo” y “cochototas”. El marido observó aquello y dijo complacido y orgulloso: “¡Qué cambio! ¡El pend… no sabía abanicar!”. FIN.