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¿Ciudadanos?

La elección se debate entre democracia versus autoritarismo, neoliberalismo versus prosperidad incluyente, y la reconstrucción versus la demolición.

Denise Dresser

¿Qué está en juego en la elección? ¿La democracia versus el autoritarismo? ¿El “neoliberalismo” versus la “prosperidad incluyente”? ¿La reconstrucción de lo destruido o el imperativo de demolerlo todo aún más? Ante las disyuntivas, proliferan los panegíricos lopezobradoristas que celebran el arroz cocido de la “4T”. Pero yo estoy profundamente preocupada por lo que podría ocurrir si Claudia Sheinbaum/Morena tienen Gobierno unificado, y mayoría para modificar la Constitución y las leyes a su antojo. Como lo ha demostrado López Obrador durante los últimos seis años, el poder sin contrapesos y sin contenciones se vuelve poder abusivo. Así gobernaron los hombres antes de la transición y así nos fue. Ser mujer no garantiza ser demócrata.

Quienes argumentan que es necesario agrandar las capacidades del Ejecutivo y encumbrar a una nueva Tlatoani, no recuerdan el País de dónde venimos. Sugieren que aquí se está construyendo un “nuevo” laboratorio de crecimiento con inclusión y ello requiere centralizar para transformar. Y no se dan cuenta siquiera de las implicaciones de lo que están proponiendo. La defensa de la continuidad con más concentración de poder no es un argumento progresista; ni siquiera es izquierdista. Es profundamente salinista. Sí, de la época de Carlos Salinas de Gortari, el último Presidente imperial, al que López Obrador tanto se parece y emula. El que terminó la Presidencia con 75% de aprobación, izado en hombros por gran parte de la clase política, empresarial e intelectual del País. Tantos seducidos y luego sorprendidos por la dimensión de la crisis que dejó tras de sí.

Hay mucho de Salinas de Gortari en López Obrador. La narrativa de cambio epopéyico, la propaganda mediática a favor de los que “menos tienen”, el encogimiento del Estado en áreas cruciales, justificado para lograr la “eficiencia” o la “austeridad republicana”, las giras constantes, las frases rimbombantes. El Presidente como el “gran benefactor”, yendo de pueblo en pueblo a presumir o inaugurar obras o repartir recursos. Amado, adorado, idolatrado. Y evidentemente existen diferencias de política pública que distinguen ambos periodos. Pero el fin último ha sido idéntico: Maximizar el poder discrecional del Presidente para perpetuar a su partido en el Gobierno. Crear un sistema en donde el partido dominante compitiera pero no perdiera, y la oposición compitiera pero no pudiera ganar.

Y ambos se basaron en la misma estrategia: La construcción de clientelas con efectos electorales. Antes México era el país del “Solidaridad”; ahora es el país de “los programas sociales”. Antes Salinas se valía de los medios oficialistas para diseminar sus logros sociales; ahora AMLO usa la mañanera para hacerlo. El imperativo del neoliberal y del neopopulista era y es lograr un realineamiento electoral a través del patronazgo. Ese objetivo compartido no tiene nada que ver con la democracia o la transparencia o la rendición de cuentas o los contrapesos. La meta tampoco fue o ha sido empoderar a los más pobres vía trampolines de movilidad social. Porque tanto durante el salinismo como durante el lopezobradorismo, el afán clientelar corre en contra del combate real a la pobreza. Por eso los vicios también compartidos: La opacidad, la partidización del Censo Nacional del Bienestar, los Servidores de la Nación, antes conocidos como delegados de Pronasol. Una política social inmune a cualquier tipo de control democrático, diseñada para mantener a los mexicanos viviendo con la palma extendida, esperando la próxima transferencia de la próxima Presidenta. Clientes permanentes en lugar de ciudadanos autónomos.

Ojalá aquellos que refrendarán su voto por el Plan C, por las mayorías, y por las hegemonías en nombre de “primero a los pobres” reflexionen honestamente sobre lo que están avalando. La coronación de Claudia Sheinbaum como versión tecnocrática del lopezobradorismo/salinismo, usando al “nearshoring” como Salinas usó al TLC buscando transformar al País en lo económico y lo social pero controlarlo en lo político. Y para aquellos reacios a abandonar el ideal democrático, los nuevos vínculos entre Estado y sociedad que la “4T” presume y quiere reforzar no son una señal de avance. Sólo demuestran que la vocación clientelar de antaño está más viva que nunca. Y que aquellos dispuestos a gobernar vía la manipulación cambian de nombre, pero no de yugo.

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