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Los sepultureros

La reforma judicial es el último clavo en el ataúd de la democracia mexicana.

Denise Dresser

Escribo este texto desde Kyiv, Ucrania, con las sirenas alertado de otro ataque, otro bombardeo. Aquí, a la distancia y desde donde las luchas son existenciales, me duele aún más mi país. Las carcajadas de Andrea Chávez, el tono burlón de Adán Augusto López, el pacto de impunidad firmado con los Yunes, la podredumbre de la oposición partidista y la complicidad de Claudia Sheinbaum en la aprobación de la reforma judicial revelan una realidad inocultable. La captura del Poder Judicial no es un “experimento”, ni un error táctico, ni un acto de pragmatismo impuro que debe ser defendido. Tampoco es la primera señal de alarma sobre la erosión democrática, para los recién sorprendidos y desilusionados. Es el último clavo en el ataúd de la democracia constitucional en el país. El 11 de septiembre de 2024, con martillo en mano, López Obrador se convirtió en sepulturero de la transición. Durante años pateó, desacreditó y desinstitucionalizó al régimen que heredó. Con la anuencia de la presidenta electa, lo mató.

No celebraré el fallecimiento de la democracia disfuncional de los últimos treinta años. No bailaré sobre su tumba porque debajo de las paletadas de tierra que el lopezobradorismo le ha echado encima yace una criatura sin duda enferma, pero curable. AMLO/Morena pudieron asesinarla con aplausos porque ignoramos los síntomas de su enfermedad en lugar de medicarla o tratarla. Como argumenta Jan-Werner Müller, el populismo participativo, delegativo, autoritario e iliberal es la sombra permanente de la democracia cuando no funciona; es la señal de que algo anda mal. Y desde la inauguración de la democracia electoral en 1994 no fuimos capaces de encarar sus vicios o componer sus errores. No logramos evitar el surgimiento de una partidocracia impune, no pudimos controlar a una oligarquía rapaz, no supimos cómo combatir la corrupción galopante o encarar la pobreza lacerante. Hubo alternancia sin transparencia, poder compartido sin poder ciudadanizado, gobiernos electos, pero poco representativos. Un país de privilegios donde siempre han ganado los mismos. AMLO entendió los agravios y los capitalizó. Diagnosticó los males y se montó sobre ellos. Pero su objetivo jamás fue una operación quirúrgica para salvar la vida del paciente, aunque lo prometiera en 2018. Una vez que llegó al poder, decidió que era para quedarse, para perpetuarse. Eso entrañaba acabar con la democracia electoral y sustituirla con algo innombrable. ¿Democracia iliberal? ¿Autoritarismo competitivo? ¿Sistema de partido hegemónico? ¿Autocracia electa? Aún si usamos una definición minimalista de democracia a la Przeworski -”un método para procesar conflictos” o “partidos que pierden elecciones”- México ha dejado de serlo. Porque con el Plan C y la reforma judicial, aprobada de manera marrullera, el lopezobradorismo ha desmontado las condiciones necesarias para seguir siendo una democracia. No basta presumir 36 millones de votos, o hablar de “la voluntad del pueblo”, o escudarse en la legitimidad mayoritaria. Trump podría ganar con gran apoyo social y eso lo no haría un demócrata.

La democracia sólo existe si la gente puede elegir libremente a su gobierno, y si puede removerlo. La “4T” ha terminado con la posibilidad de remoción de Morena. Para que haya competencia electoral verdadera debe haber un mínimo de arreglos institucionales y legales. Debe haber un mínimo de derechos políticos y civiles. Deben existir autoridades electorales independientes y un sistema judicial capaz de proveer estabilidad y predecibilidad. Debe haber cortes que supervisen las precondiciones para el libre ejercicio de la voluntad colectiva. Las victorias deben ser temporales y las derrotas también. Hemos perdido esos requerimientos mínimos.

Hoy vivimos en un régimen que ha desmantelado las constricciones sobre la discrecionalidad y el atrincheramiento en el poder. Un hombre y un partido que llegaron al gobierno por la vía electoral han subvertido la endeble institucionalidad democrática. Ésa es la paradoja de nuestros tiempos. La democracia solo sobrevive si los ganadores no abusan de su predominio mayoritario, y AMLO/Morena lo han hecho una y otra vez. La reforma judicial es el abuso más grotesco, pero no el primero ni el último. Y, por ende, mi desconsuelo. Aquí, en Ucrania, la gente lucha para defender su democracia y su libertad. En México, las estamos sepultando.

ÁTICO

La reforma judicial es el último clavo en el ataúd de la democracia mexicana.