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El rey de las palabras

El balance entre los logros y los errores u omisiones no resiste el microscopio: López Obrador ha sido un mal Presidente en el ejercicio del poder.

León Krauze

El Gobierno de Andrés Manuel López Obrador, que termina hoy, sacó de la pobreza extrema a 3 millones de mexicanos y otorgó un alivio sustancial, y en muchos casos indispensable, a millones más a través de transferencias directas de dinero y programas sociales. Esto, y el aumento del salario mínimo, son logros.

La lista de fracasos y pendientes es más larga.

El sexenio deja el crecimiento más bajo en 36 años. El déficit presupuestario es el más grande en décadas. Las cifras de inversión extranjera directa de final de sexenio revelan que se ha perdido la oportunidad inmensa que perfilaban estos años. Tras el fallido experimento de salud pública del Gobierno que termina, decenas de millones de mexicanos han quedado sin acceso a servicios de salud. Cayó la construcción de vivienda. Se registraron subejercicios en mantenimiento de la red de energía y del sistema hídrico, afectando la productividad y la vida cotidiana. El sistema educativo dio los primeros pasos hacia priorizar el adoctrinamiento antes que la calidad. La política de seguridad deja el sexenio con más homicidios y un número alarmante de desapariciones. El control territorial y la influencia política del crimen organizado, preocupaciones hace seis años, hoy son mucho más graves y extendidos.

El balance entre los logros y los errores u omisiones no resiste el microscopio: López Obrador ha sido un mal Presidente en el ejercicio del poder.

Lo que no ha sido es un mal Presidente en la consolidación de su propio poder.

En ese proyecto, López Obrador puede presumir de un éxito arrollador. Puede ufanarse de haber destruido los contrapesos institucionales y los organismos independientes que supervisan el ejercicio transparente y honesto de la función pública y la medición de las labores del Estado. Puede presumir que destruyó a su conveniencia el andamiaje del Poder Judicial y atropelló como quiso y para lo que quiso la división de poderes.

Sobre todo, puede presumir que ha sido el rey de las palabras.

Ningún éxito del Gobierno puede compararse con ese acto supremo de propaganda ininterrumpida que ha sido la conferencia de prensa matutina. El Presidente fue el narrador en jefe de la vida nacional y encontró, en parte del oficio periodístico y en los medios, una complicidad que la historia mirará con asombro y después juzgará con dureza.

Mintió miles y miles de veces sólo para ver sus palabras reproducidas como un dogma todas las mañanas y en todos los formatos posibles. Bastó que el Presidente lo dijera para merecer publicación sin verificación alguna, sin acotación, sin debido proceso periodístico. Lo dijo el Presidente y con eso bastó. Desde el principio, dictó los términos de la conversación (por ejemplo: ¿Por qué tantos compraron tan rápido el mote de ‘la Cuarta Transformación’? Misterio insondable).

Poco importó que los dichos del Presidente incluyeran calumnias, descalificaciones, amenazas, burlas, actos de desprecio a las víctimas y una larga lista de similares. Ni siquiera importó cuando el objetivo de esas agresiones verbales fueron los propios periodistas, con grave riesgo de sus vidas. Lo decía el Presidente y los dichos del Presidente merecían ir directo a imprenta, a pantalla, a micrófono.

Habrá que agregar que el ejercicio nunca fue, en realidad, una entrevista periodística. Los periodistas que confrontaron valientemente al Presidente se encontraron con un comité que nutría al Presidente de armas para combatir y descalificar los datos, las preguntas y al reportero. Un periodista contra un comité, en vivo, no es un ejercicio informativo. Es otra cosa. Sobre todo, porque después de cada intercambio los periodistas resultaron agredidos en redes sociales, en un acto cotidiano de descalificación del profesional y del oficio, concertado desde el propio poder. Al día siguiente, la conferencia ocurrió de nuevo. Por seis años.

Ese fue el gran éxito del rey de las palabras. Día a día, López Obrador estableció la agenda e impuso no sólo una visión de Gobierno sino una versión de País.

Ganó la narrativa.

Pero algo es indudable: Las palabras se las llevará el viento y, al final, quedará sólo lo poco que hizo, lo mucho que dejó de hacer y la enormidad de lo que deshizo.

Y ese será su lugar en la historia.

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