Crimen organizado y Estado fallido en la capital de Guerrero
Es imposible no preguntarse: ¿Dónde están las soluciones que tantas veces prometieron AMLO y la supuesta gobernadora morenista Evelyn Salgado?
La violencia en Chilpancingo ha alcanzado niveles insostenibles. En los últimos meses, la capital de Guerrero ha sido testigo de una serie de asesinatos que han puesto en evidencia el colapso del Estado en la región. Entre las víctimas más notorias se encuentran el presidente municipal priista, Alejandro Arcos Catalán, asesinado el domingo pasado; su secretario de Gobierno, Francisco Tapia, victimado tres días antes, y el delegado de la Fiscalía General de la República Fernando García Hernández, que murió hace unas semanas. Estos asesinatos simbolizan un desafío frontal al Estado Mexicano y al Gobierno de la presidenta Claudia Sheinbaum.
Esta oleada de violencia no es producto del azar, porque el control territorial que disputan Los Ardillos, los Rojos y el cártel Jalisco Nueva Generación, entre otros grupos criminales, convierte a Chilpancingo en un campo de batalla. El crimen organizado ha hecho de esta ciudad su refugio y bastión, infiltrando instituciones gubernamentales, policiacas y judiciales. Y mientras siga matando o intimidando a los pocos funcionarios que aún pretenden defender al pueblo, la violencia y la impunidad continuarán.
Es imposible no preguntarse: ¿Dónde están las soluciones que tantas veces prometieron AMLO y la supuesta gobernadora morenista Evelyn Salgado? Ambos ofrecieron combatir la delincuencia, pero en realidad parece que prefirieron dedicar su tiempo y energía para atender otros asuntos menos importantes.
No debe olvidarse que la pobreza, la desigualdad y la falta de oportunidades hacen de esta situación un caldo de cultivo perfecto para la violencia. Jóvenes sin educación ni empleo son reclutados sin dificultad por los grupos criminales que luego los hacen carne de cañón fácilmente reemplazable.
A esto se suma la debilidad institucional. Policías pésimamente capacitados y mal pagados, autoridades que no coordinan sus esfuerzos, y una ciudadanía que ha dejado de confiar en quienes deberían protegerla. ¿Qué esperanza puede haber cuando los funcionarios encargados de garantizar la seguridad son asesinados y decapitados?
Es claro que la solución no vendrá sólo del fortalecimiento de las fuerzas de seguridad. Aunque es crucial depurar y dotar de recursos a las instituciones, el problema va mucho más allá de la seguridad pública. Urge una política integral que aborde las raíces de la violencia. Eso implica ofrecer alternativas reales a los jóvenes, no sólo en términos de empleo, sino también de educación de calidad. Sin embargo, esto no se resolverá en el corto plazo.
La transparencia y la rendición de cuentas también deben ser mejorados. El Gobierno, en todos sus niveles, antes de pedir confianza a los ciudadanos tiene que demostrar que está dispuesto a limpiar su propia casa, cesando y procesando judicialmente a los corruptos. Porque, sobre todo, se necesita un compromiso serio para combatir la impunidad. Los criminales y los funcionarios deshonestos deben enfrentar la justicia, y el sistema judicial debe estar a la altura de esta tarea monumental.
En fin, Chilpancingo y otros lugares del País son hoy los símbolos de un Estado que ha fallado. No hay otra manera de verlo. Y hasta que no se reconozca la gravedad de la crisis, y se actúe en consecuencia, la violencia no hará más que perpetuarse.
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