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No seremos Grecia

El prestigiado jurista argentino Roberto Gargarella tiene razón. La reforma judicial en México es dolorosa, surreal y decadente.

Denise Dresser

El prestigiado jurista argentino Roberto Gargarella tiene razón. La reforma judicial en México es dolorosa, surreal y decadente. Dolorosa por la remoción injustificada de cientos de jueces y el fin de la carrera judicial. Surreal por los pésimos argumentos que el oficialismo ha dado y el apresuramiento de un proceso que debió ser debatido y consensado. Decadente por el espectáculo que presenciamos en el Senado, donde el senador Fernández Noroña incluso reconoció la curva de “aprendizaje” y gritó ¡Lotería! Así, con reglas que se iban modificando sobre la marcha, explicaciones erróneas en un pizarrón para quienes no entendían el procedimiento de la tómbola, y bolitas cayéndose, regadas por el piso, todos perdimos. Así, entre burlas, carcajadas, revanchas y un absoluto desprendimiento de las consecuencias, Morena convirtió a México el hazmerreír del mundo.

Gobiernos, juristas, académicos, organizaciones internacionales a las que México pertenece y cuyas normas promete seguir, miran lo sucedido con incredulidad. Atónitos, contemplan cómo un país destruye su institucionalidad disfuncional, en lugar de componerla. Porque, como subraya Gargarella, se puede estar de acuerdo con que hay corrupción en el Poder Judicial. Hay nepotismo en el Poder Judicial. Hay elitismo en el Poder Judicial. Hay inocentes en las cárceles y culpables exonerados. Pero nada de eso se resuelve con las modificaciones que Morena ha impuesto, vía una mayoría calificada conseguida de manera reprobable. Con el argumento de la “democratización” se procede a la colonización. Con el argumento de la “participación del pueblo” se avanza a la captura política. Si antes, uno de los problemas principales del Poder Judicial era su falta de independencia, ahora se garantiza su sometimiento al partido en el Gobierno. Eso que debería ser inaceptable, hoy es defendido.

Doloroso porque se defiende diciendo que “en la antigua Grecia se hacían tómbolas”. Porque “la vida es una tómbola”. Porque hay que echar a los corruptos y a los privilegiados. Porque ahora las personas humildes y trabajadoras podrán postularse, ser electas y representar el sentir del pueblo. Porque el pueblo lo decidió con 36 millones de votos. A partir de estas frases promocionales -dado que no son argumentos sobre cómo mejorar la justicia- se destruye la vida de personas que le apostaron a la carrera judicial. En muchos casos provienen de una familia de escasos recursos, cursaron la carrera con grandes sacrificios personales y familiares, estudiaron Derecho becados en función de su esfuerzo, ganaron una plaza por concurso y fueron ascendiendo conforme a las reglas. Y de pronto, el oficialismo cambia esas reglas para asegurar que quienes lleguen sean sumisos, no otorguen amparos, no protejan derechos ciudadanos violados por el Gobierno, y no coloquen límites a la Presidenta o a su séquito.

Surreal ver las bolitas de acrílico con los números a insacularse, regadas en el piso, y al personal de apoyo legislativo corriendo detrás de ellas. Surreal ver a la senadora Malú Micher -que algún día fue feminista- explicar la tómbola como “rifa de espacios” y minimizar su efecto discriminatorio contra las mujeres. Surreal ver a Claudia Sheinbaum, aplaudida por ser mujer, tecnócrata y científica que cree en la evidencia, apoyar un “experimento” hecho en Bolivia con resultados desastrosos. Evo Morales reconoció que el sistema judicial construido con votación popular de jueces había sido uno de los mayores fracasos de su Gobierno. No disminuyó la corrupción, no redujo los rezagos, no aumentó la confianza en el Poder Judicial. Sí creó una Suprema Corte que pavimentó el camino para su reelección.

Decadente, entonces, alegar que ese camino nos convertirá en la Grecia antigua; en la democracia exaltada y emulada. Nos volverá un país donde si te acusan de un delito, y te inventan pruebas falsas, un juez o jueza electa por voto popular definirá tu destino. No sabrás si cuenta con conocimientos jurídicos o técnicos suficientes. No sabrás si es independiente del partido/Gobierno o si está ahí por su lealtad. No sabrás si falla en tu contra porque teme represalias del Tribunal Disciplinario, creado para asegurar el control político y la disciplina partidista. Lo que sí sabrás, cuando acabes encarcelado, es que México sigue siendo el mismo México. Sólo dominado por otra mafia en el poder.