“Bendita ignorancia”
En América Latina -México incluido- somos más emotivos que quizás en la mayoría de otras regiones del mundo.
“El que nada sabe nada teme” es un refrán popular español muy probablemente surgido en sociedades rurales de la Edad Media, y “la verdad no peca pero incomoda”, es igualmente español quizás con origen en los siglos XVI o XVII. Ambos se han extendido ampliamente en América Latina y México no ha sido la excepción.
Buscando algún equivalente en lengua inglesa se encuentra “la ignorancia es una bendición” (“ignorance is bliss”) que el poeta inglés
Thomas Gray anotó en uno de sus poemas en 1742, siendo originalmente su frase completa “donde la ignorancia es una bendición es una locura ser sabio”.
Esta última referencia aparece en un breve ensayo de Mark Lilla, profesor de humanidades en la Universidad de Columbia, y que fue publicado por invitación en The New York
Times el lunes de esta semana y del cual algunos puntos e ideas retomaré en esta columna. Volvamos a los tres refranes anotados arriba y notemos cómo en ellos se comparte una idea de orden emocional: Conocer la verdad puede -y suele- incomodar, inquietar o dar miedo y, por esto, en diversas épocas de la Historia oscila, en mayor o menor grado, una tendencia colectiva a negarse a conocer la verdad, alejarse de ésta, esconderla o disimularla.
En América Latina -México incluido- somos más emotivos que quizás en la mayoría de otras regiones del mundo y si consideramos que la verdad puede inquietar o darnos miedo entonces anteponemos al deseo de conocerla el deseo de ignorarla porque descubrirla nos puede mover el tapete emocional sobre el que estamos más o menos cómodamente instalados.
Los líderes de los estados totalitarios saben muy bien cómo esta característica de sus pueblos les es útil para cambiar verdad por juego, trivialidades y distracción.
No recuerdo con precisión los detalles, pero en un pequeño libro escrito por Emilio Palafox Marqués -biólogo y teólogo- sobre este modus operandi de los estados totalitarios, concretamente refiriéndose en aquel texto a la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, anotó una frase que más o menos decía “hay cine a las seis y baile a las ocho” y nada más, como muestra de un recurso cotidiano de los líderes del gobierno para mantener la atención de los ciudadanos ocupada -distraída- sólo en actividades lúdicas pero no con la intención de entretenimiento, diversión o descanso -indiscutiblemente merecido y necesario sino más bien con el propósito de desviar el interés de las personas por las realidades más allá de sus fronteras y, más aún, desviar el interés por las verdades más relevantes y sobre todo transcendentes que dan verdadero sentido a la vida de cada persona; al menos así me pareció entenderlo.
El sentir popular nuestro en muchas ocasiones opta por la comodidad de estar en el engaño que por vivir un desengaño y sicológicamente esto es muy explicable pero la verdad es que tarde o temprano conocer la verdad no sólo es un derecho de cada individuo sino, y sobre todo, porque la verdad nos hace libres.
Estamos en tiempo de “posverdad”, que la RAE define como “distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales”, y que como ejemplo anota “los demagogos son maestros de la posverdad”; y qué tan claro queda que, tal y como dice Mark Lilla en su citado ensayo, con frecuencia preferimos “un choque de emociones, en el que el deseo de defender nuestra ignorancia se alce como un poderoso adversario del deseo de escapar de ella” por lo que “hoy cada vez más personas rechazan el razonamiento” y “las multitudes hipnotizadas siguen a profetas absurdos”; baste con voltear la vista a tantas ideologías que hoy, como en otras épocas, han rebasado precisamente los límites del absurdo.
No, la ignorancia no es bendita y considerar y tratar a la verdad como perniciosa es un grave pretexto para ocultarla y desconocerla.
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