Mi último noticiero
Acabo de terminar mi último noticiero. No fue fácil. Cuesta despedirse de lo que más te gusta hacer y que te ha dado tanto en la vida.
JORGE RAMOS
Acabo de terminar mi último noticiero. No fue fácil. Cuesta despedirse de lo que más te gusta hacer y que te ha dado tanto en la vida. Durante poco más de 38 años estuve conduciendo el Noticiero Univisión, transmitido por televisión para Estados Unidos y varios países de América Latina. Calculo que fueron unos 8 mil noticieros. Más o menos.
Comencé muy joven, a los 28 años, y era tan inexperto que una ejecutiva de la compañía sugirió que me pintara canas para mejorar mi credibilidad. No le hice caso, pero la vida, muy poco después, me premiaría con una cabellera totalmente gris. A veces pienso que cada cana tiene un nombre, proviene de un lugar o de un momento que me cambió.
Al principio de mi carrera como anchor, apenas podía leer el teleprompter. (El truco está en hablarle a la cámara como si fuera una persona, y eso no es natural). Por eso, mi primera compañera en el noticiero, Teresa Rodríguez, apuntaba con sus impecables uñas rojas las palabras en mi guion de papel en caso de que me perdiera. Y me salvó muchas veces.
He tenido el privilegio de trabajar en el noticiero con las mejores periodistas: Teresa, Andrea Kutyas, María Elena Salinas y, hasta hoy, Ilia Calderón, quien se hará cargo del noticiero, la primera afrolatina en Estados Unidos en tener esa responsabilidad, tanto en inglés como en español.
Los periodistas no somos como los actores, que pueden vivir varias vidas a través de sus personajes. Nosotros tenemos una sola vida, pero muy intensa. El premio Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez, tenía razón al decir que el periodismo es el mejor oficio del mundo. Nos obliga a estar bien parados en la tierra, como alguna vez me apuntó Isabel Allende. Además, creo que el periodismo te permite ser joven y rebelde toda la vida.
Como niño, nunca me pude subir a un avión antes de los 10 años porque no había dinero en la familia para hacerlo, pero como reportero le he dado la vuelta tantas veces al planeta que ya hasta perdí la cuenta. (En ocasiones temblando, pues me sigue dando miedo volar, a pesar de las tres millones de millas que una aerolínea dice que he recorrido). No puedo imaginarme una mejor manera de conocer el inmenso mundo en que caímos en el poquísimo tiempo que tenemos en él.
Desde el 3 de noviembre de 1986, cuando comencé a hacer el noticiero, he estado en muchos lugares donde se ha hecho historia y entrevistado a varios de sus protagonistas. Nada como ver con tus propios ojos y luego contarlo. El periodismo es un poco como la paternidad: Más de la mitad del éxito depende de estar presente.
Y por eso me he perdido innumerables cumpleaños, aniversarios, vacaciones y compromisos. Solo otro periodista —o un bombero— entiende que cuando unos huyen de un lugar, nosotros entramos. Aun así, lo que más me duele es ese mensaje que un día me escribió mi hijo Nicolás y que dice: “Papá, stop working”. Todavía lo guardo. Pero no he podido seguir su consejo. Y aquí sigo.
Me ha tocado de todo. Estuve en siete guerras —nunca en combate— y lo menciono solo porque tuve la gran fortuna de regresar ileso. O eso creía. Pero, como los soldados, los periodistas también cargamos nuestros traumas y temores. Si te bloqueas emocionalmente en la guerra o en una cobertura muy violenta para seguir trabajando, te seguirás bloqueando cuando regreses a casa. Todo lo que ves con el corazón se vuelve una cicatriz y a veces sangra cuando menos lo imaginas.
Estados Unidos y el periodismo me dieron oportunidades inimaginables.No creo que mi inglés haya mejorado mucho desde que llegué hace más de cuatro décadas —aún lo hablo con acento—, pero he podido conversar con cada uno de los ocupantes de la Casa Blanca, como presidentes o candidatos, desde George Bush padre hasta ahora, pasando por un Donald Trump que me sacó con su guardaespaldas de una conferencia de prensa y que me invitó a largarme del país. “Go back to Univision”, me dijo. A pesar del encontronazo, luego regresé al salón y pude hacerle varias preguntas.
Con esta profesión entendí que a los bullies, a los líderes autoritarios y a los dictadores no se les pueden hacer preguntas suaves ni ser su amigo. Siempre hay que confrontarlos. Para eso es el periodismo: Para cuestionar a los que tienen el poder.
Y cuando me tocó entrevistar a Nicolás Maduro, Fidel Castro, Hugo Chávez, Daniel Ortega, Álvaro Uribe, Carlos Salinas de Gortari y compañía, llegué pensando que nunca más los volvería a ver. Eso ayuda a no hacer entrevistas arregladas solo para lograr acceso al poder. Ante la duda de hacer o no una pregunta dura durante una entrevista, siempre recuerdo el consejo del cantante Joan Manuel Serrat, quien me dijo: “Pasar miedo es algo jodido, pero pasar vergüenza es mucho peor”.
Aprendí mucho en el noticiero. Creo en la objetividad y en reportar la realidad tal y como es, no como quisiéramos que fuera. Pero en ciertos casos —racismo, discriminación, corrupción, mentiras públicas, violación a los derechos humanos, dictaduras y la destrucción del medio ambiente— hay que dejar a un lado la neutralidad y tomar postura. Como decía el premio Nobel de la Paz, Elie Wiesel: “La neutralidad ayuda al opresor, nunca a la víctima”.
Lo único que tenemos los periodistas es nuestra credibilidad. Si nadie cree en lo que dices, de nada sirve tu trabajo. Por eso, en esta era de la desinformación, los periodistas tenemos que ser como esos dos meteorólogos —John Morales y Albert Martínez— de quienes tanto dependo para saber si tengo que evacuar mi casa cuando entran tormentas y huracanes a Miami. Los periodistas, en el mejor de los casos, somos los meteorólogos de la verdad.
Ante la precipitada caída de los ratings y de las audiencias en los medios de comunicación tradicionales, y la fragmentación del espacio noticioso digital, los periodistas somos más necesarios que nunca para dar información sólida y confiable. (Un estudio de la Unesco que acabo de leer dice que el 62% de los “influencers” no checa ni confirma la información que da). El periodismo veraz, independiente y libre, como quiera que se haga, es esencial para la democracia.
Los noticieros tradicionales están, como alguna vez los dinosaurios, en peligro de extinción. Nadie espera a la tarde o a la noche para ver por televisión las noticias que puedes encontrar en tu celular al despertarte. Por eso, cuando me toca hablar con estudiantes de periodismo, les digo que el futuro no está en ser presentador o anchor —que significa en inglés ser un ancla, inamovible—, sino en convertirse en un surfista. En el fondo, los periodistas solo somos creadores de contenido que debemos llevar —surfeando— a las distintas plataformas. Y únicamente los más creíbles y creativos van a sobrevivir en un mar de desinformación, inteligencia artificial y millones de sitios digitales.
Tras más de cuatro décadas viviendo en Estados Unidos, aún me sigo sintiendo como un inmigrante.Tengo dos pasaportes, uno verde y uno azul, pero no siempre soy aceptado en ambos países. Unos me cuestionan por haberme ido y otros por haber llegado. Los inmigrantes siempre estamos buscando nuestro hogar y no siempre lo encontramos.
He surfeado en el tope de la ola latina —cuando llegué a Estados Unidos éramos apenas 15 millones de latinos y ahora somos más de 65— y mi credo es que hay que darles voz a aquellos que no la tienen, para que obtengan las mismas oportunidades que yo tuve. No podemos darle la espalda a los que vienen detrás de nosotros, huyendo de la pobreza, la violencia y el abuso de poder. Lo normal es que los más vulnerables del Sur busquen refugio en el país más rico y seguro del Norte.
El periodismo no es un oficio para silenciosos. Como me decía una amiga, no es poca cosa tratar de darle voz a quienes tienen un nudo en la garganta.
Me fui de México un 2 de enero de 1983, cuando mi país no era una democracia y estaba plagado de censura y represión. Me fui porque yo no quería ser un periodista censurado. Por eso cuido tanto mi independencia. En Estados Unidos nunca, nadie, me ha dicho qué decir o qué no decir. Y así seguirá siendo.
Este ha sido, para mí, el típico sueño americano.Aterricé en Los Ángeles con muy pocos dólares y con unas ganas enormes de comerme el mundo. Todo lo que yo tenía —una guitarra, una maleta con poca ropa, dos corbatas de mi abuelo Miguel (que aún conservo), y una carpeta con mi visa de estudiante— lo podía cargar con mis dos manos. Pocas veces he vuelto a experimentar esa sensación de libertad. Todo era nuevo: El idioma, el país y el vivir sin red de protección.
Y aquí estoy. Empezando
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