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Ingenua fantasía

Las armas las carga el diablo, dice un proverbio popular. Y todo indica que el diablo es frecuente visitante de las aduanas.

. Catón

El cliente le preguntó a la sexoservidora: “¿Conoces bien tu oficio?”. Respondió ella: “Al revés y al derecho”. “Muy bien -dijo el sujeto-. Lo haremos al revés”. (No le entendí). La muerte entra a México por las aduanas. La frase es melodramática, lo sé. Quien la escribió -yours truly, o sea su muy atento y seguro servidor- bien podría pergeñar un culebrón como aquellos con sonorosos títulos de los pasados tiempos: “La jaula de la leona”, “Mancha que limpia”, “La mujer equis”. No obstante su grandilocuencia aquella frase es verdadera. Las fuerzas del crimen organizado no tendrían ninguna fuerza de no ser porque sus integrantes están armados, a veces con armas de las que no disponen el Ejército, la Marina o la Guardia Nacional, y menos aún las corporaciones policiacas locales. ¿Por dónde entran esas armas, procedentes casi todas de Estados Unidos? En su inmensa mayoría ingresan por las aduanas fronterizas o por las situadas en los puertos y aeropuertos nacionales. Sin esas armas los sicarios serían lo que realmente son: Sujetos de la más baja estofa envalentonados por el poder que les da su capacidad para matar. Si por algún milagro se detuviera el trasiego de ese armamento, si no pudieran pasar ya los rifles de alto poder, las pistolas y sus correspondientes balas, llegaría el momento en que los asesinos ya no podrían asesinar. Pensar eso, sin embargo, es ingenua fantasía. Tan fuerte como su armamento es el poder de corrupción de los maleantes, que merced a sus armas se erigen como un Estado dentro del Estado, señorean en vastas regiones del País e imponen su terror en el campo y las ciudades. Eso explica crímenes como el asesinato cometido cerca de Culiacán en la persona de un agente cercano al secretario nacional de Seguridad. Las armas las carga el diablo, dice un proverbio popular. Y todo indica que el diablo es frecuente visitante de las aduanas. En ellas está la raíz de la inseguridad que priva en México. Combatir la corrupción aduanal frenaría la actividad de los delincuentes. Quienes permiten el ingreso de armas y cartuchos al País son tan criminales como los sicarios. Ellos también son asesinos (otra frase melodramática, pero igualmente verdadera). Aquel lugarejo jamás había tenido una casa desafinada, o sea de mala nota. Carencia grave era ésa, pensarán algunos. Cervantes, que criticó la obra de Fernando de Rojas cuyo personaje principal es la Celestina -”libro a mi entender divino / si encubriera más lo humano”-, dijo que las alcahuetas eran necesarias en toda república bien concertada. Igualmente útiles, dirán otros, son las mancebías, pues en ellas pueden sedar su concupiscencia quienes de otra manera harían objeto de sus rijos a doncellas y casadas. Pero advierto que me he apartado del relato que apenas empecé. Regreso a él. En aquel pueblo, dije, nunca había habido un congal, burdel o lupanar. Se anunció la llegada de uno, y de inmediato el cura del lugar se opuso a su establecimiento. Dijo en la misa del domingo: “Quienes vayan a esa casa de pecado adquirirán enfermedades venéreas. Luego las trasmitirán a sus esposas. Y al rato andaremos todos enfermos”. El alcalde, partidario de la libre empresa y de los procedimientos democráticos (era neoliberal), convocó a un plebiscito a fin de conocer la opinión de los interesados sobre el trascendente asunto. Se presentaron 125 hombres a votar. Hecho el conteo de los sufragios se encontró que 123 ciudadanos votaron en favor de que se autorizara la ramería, y dos se manifestaron en contra. Gritó indignado uno de los electores: “¡Fraude! ¡El cura votó dos veces!”. FIN.