La mochila
No voy a ponerme moralista, y menos a estas alturas. Pero me duele y me preocupa al mismo tiempo ver el camino que han tomado nuestros jóvenes, Algunos, claro, no -por fortuna- todos.
De política y cosas peores
Doña Glafira se enteró de que la chica con la cual su hijo quería casarse tenía dimes y diretes con Pedro, Juan y varios: Antonio, Rodolfo, Jaime, Manuel, Edmundo, Miguel, Gustavo, Jesús, Rogelio, Sergio, Carlos, Roberto, Ramiro, Víctor, Arturo, Ricardo, Francisco, Lorenzo, Jorge y Luis. “¡Hijo mío! -le suplicó a su retoño llena de angustia y aflicción-. ¡No te cases con esa muchacha! ¡Es promiscua!”. Responde el muchacho: “Cada quién puede ser pro lo que quiera”... No voy a ponerme moralista, y menos a estas alturas. Pero me duele y me preocupa al mismo tiempo ver el camino que han tomado nuestros jóvenes, Algunos, claro, no -por fortuna- todos. A título de ejemplo relataré algo que me sucedió hace días. Me dirigía en mi automóvil a cierta ciudad, y casi al salir vi a la orilla de la carretera a un muchacho que pedía aventón. Llevaba una mochila adornada con emblemas y distintivos. No sé si fue el espíritu de la temporada o el recuerdo de los viajes que yo mismo hice en mi juventud empleando el mismo método, el caso es que me detuve para llevarlo. Puso el muchacho la mochila -de buen tamaño, y pesada según se veía- en el asiento de atrás del automóvil, y él ocupó el lugar junto al mío. No dijo una palabra; ni me saludó ni me dio las gracias. Eso me molestó, naturalmente. El muchacho se veía hosco, huraño. ¿Por qué actuaba así, en forma tan descortés, con quien le daba ayuda? Empecé a preocuparme; ya me arrepentía de haberlo levantado. El joven, la mirada clavada en la carretera, ni siquiera parecía ver el paisaje. Quise entablar conversación con él, y le hice una pregunta, quizá indiscreta: “¿Qué traes en la mochila, que se ve tan pesada? ¿Herramientas? ¿Libros?”. Lo que me respondió me dejó frío. Se volvió hacia mí, irritado, y me contestó: “¡Qué ching… te importa!”. El tuteo y la violencia de la respuesta me sacaron de onda, como suele decirse. Confuso, molesto, no acerté a decir nada. Sentí temor. ¿A quién llevaba en mi automóvil? ¿Qué iba a hacer con ese tipo violento y agresivo? En silencio seguimos por algunos kilómetros. Yo iba nervioso, lo confieso, y asustado. En eso vi el cielo abierto: Una gasolinera, y ahí una patrulla policiaca. Torcí el volante, entré en la gasolinera y detuve el coche cerca de la patrulla. “¡Te bajas inmediatamente! -le ordené al muchacho. Intentó decir algo, pero repetí la orden con energía mayor: “¡Te me bajas!”. Descendió del vehículo de mala gana, mascullando no sé qué cosas que ni siquiera oí. Apenas cerró la puerta aceleré y me fui. Iba nervioso, molesto conmigo mismo por la estupidez que había cometido violando las normas de la más elemental prudencia. Por ver si alguien me seguía miré por el espejo retrovisor. ¡En el asiento trasero estaba la mochila! ¡No había dado yo tiempo a que el muchacho la tomara! Me detuve a la orilla de la carretera sin saber qué hacer. La gasolinera había quedado muchos kilómetros atrás. Ignoro qué fue lo que me hizo abrir la mochila para mirar su contenido. Lo que vi me sobresaltó tremendamente. Cerré de prisa la mochila y fui directo al punto donde, cercana ya la ciudad de mi destino, hay una estación de Policía Al primer oficial que vi le conté lo sucedido, le entregué la mochila y me retiré dejando mi nombre y mi teléfono para cualquier aclaración. Penosa experiencia que me mostró el grado de conducta a que han llegado algunos de nuestros jóvenes... En este punto del relato asomó un desconocido y me preguntó: “¿Qué traía la mochila?”. Le respondí triunfalmente: “¡Qué ching… te importa!”. ¡El imprevisor sujeto olvidó qué día es hoy!... FIN.
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