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Qué había que hacer con los consulados en 1987

Ante las posibles e inminentes deportaciones de mexicanos y de ciudadanos de otras nacionalidades a México, las autoridades han hecho gala del arma que constituye nuestros consulados en Estados Unidos.

Jorge  Castañeda

AMARRES

Ante las posibles e inminentes deportaciones de mexicanos y de ciudadanos de otras nacionalidades a México, las autoridades han hecho gala del arma que constituye nuestros consulados en Estados Unidos. Tienen razón, hasta cierto punto. Las representaciones mexicanas en más de 50 ciudades norteamericanas sólo pueden proteger a mexicanos dentro de la ley, u ofrecerles asistencia jurídica cuando la violan. Difícilmente pueden pedir que sean deportados. Pero, además, los consulados han vivido en un estado de falta de orientación policía y de mendacidad de recursos desde hace años. Carecen de los vínculos con la sociedad estadounidense -a diferencia de la comunidad mexicana- que serían necesarios para defender los intereses de México en su conjunto y no sólo de los mexicanos radicados allá, con o sin papeles, ante las amenazas que se ciernen sobre el País. Reproduzco a continuación un texto que publiqué hace más de 35 años en Nexos sobre lo que debió haber sido la definición y actuación de los consulados en Estados Unidos. Salvo algunos momentos -durante los años de Fernando Solana en la cancillería, de Jesús Reyes Heroles en la embajada de México en Washington, de mi propia titularidad en la SRE, y de la de Luis Videgaray- poco se hizo al respecto. Hoy padeceremos esta pasividad y falta de conducción.

“Si en efecto toda política en Estados Unidos es local, entonces México dispone de una arma diplomática invaluable: 11 consulados generales, 40 consulados en total, esparcidos a lo largo y a lo ancho de la Unión Americana, sin mayores cortapisas para su desempeño que la mediocridad de buena parte del personal que ocupa -existen, por supuesto, admirables excepciones- y el pavor del Gobierno de México de darles un carácter político. Como se sabe, no es que estas representaciones del País no hagan nada. Cumplen, con mayor o menor asiduidad, sus funciones burocráticas -indispensables y en condiciones de extrema dificultad- de protección a ciudadanos mexicanos en apuros y de trámite (expedición de constancias, pasaportes, tarjetas de turismo etc). Pero carecen enteramente de cualquier misión política. Las órdenes que tienen los cónsules de no hacer olas son redundantes: No sabrían cómo hacerlas, ni tampoco se atreverían.

Muchos países sufren limitaciones legales al número de oficinas consulares que pueden montar dentro de Estados Unidos; México no es uno de ellos. La revisión radical de nuestra política a este respecto sentaría las bases para una verdadera regeneración a largo plazo de la postura mexicana en Estados Unidos.

El esquema es relativamente sencillo. Los cónsules generales o los embajadores acreditados como tales ganan más de seis mil dólares mensuales- con gastos rebasan los siete mil- y con esos sueldos en los tiempos que corren es más que factible atraer a muchos de los mejores cuadros jóvenes -y ya no tan jóvenes- que tiene el País. El tipo de funcionario que se requiere posee un retrato hablado sencillo: Más bien joven, de 35 a 45 años, que reúna dos requisitos. Por un lado debe ser gente de servicio público, aunque no necesariamente del sector público, identificado con el País y con su política. Pero también es obligado para este fin que conozcan bien los Estados Unidos, hablen inglés y sepan manejarse con norteamericanos. Si se tratara de Paquistán, esto podría parecer una exigencia desorbitada, pero se trata de México, el país en el mundo con más intercambio de todo tipo con Estados Unidos. Además, sería imprescindible una sólida formación universitaria y política, así como una fuerte dosis de audacia y comportamiento independiente, para no tener que consultar cada gesto y cada palabra con México.

Con otros funcionarios que se ocuparan del trámite y de la protección de los mexicanos que viven en Estados Unidos -ambas funciones de gran importancia, indispensables, pero cuyo cumplimiento mejoraría al subir de nivel la representación nacional- el cónsul ya no sería un burócrata de ventanilla, sino un «mini-embajador» de México en cada ciudad importante de Estados Unidos. Y se dedicaría a hacer política, como suelen -y deben- hacer los embajadores. Hablaría en cada foro, respondería a cada pregunta, contestaría cada crítica, aceptaría cada debate. Se convertiría en el representante de México en la comunidad ante la cual está acreditado, dejando de ser el gestor de los paisanos que de vez en cuando pasan por tal o cual ciudad de Estados Unidos.

La uniformización de la vida norteamericana desde los años cincuenta ha desembocado en una pesadilla estética y existencial pero también en un paraíso diplomático: Todas las ciudades norteamericanas son idénticas, no sólo en su arquitectura y configuración, sino en su composición y funcionamiento político. Todas tienen uno o dos periódicos, de renombre regional, con una junta directiva y una página editorial. Todas tienen de tres a seis estaciones locales de televisión, repetidoras de las tres grandes cadenas y a veces, de la cadena pública, de la cuarta cadena privada en inglés o de la cadena mexicana SIN. En cada cadena hay un noticiero local, mañana, tarde y noche, y un programa político local los fines de semana. Tampoco habría que olvidar las estaciones de radio: Todo norteamericano que se respeta pasa varias horas al día en su automóvil recorriendo los «periféricos» de su localidad y esas horas son de radioescucha.

Cada ciudad tiene sus autoridades municipales -alcalde, jueces, policías, etc.- pero en esas comunidades urbanas conservan sus despachos los diputados federales de la región, donde ocupan buena parte de su tiempo. En todas las aglomeraciones hay dos o tres universidades, aunque en algunas -Boston, Chicago, Miami, Philadelphia, San Franciscohay muchas más. Cada una tiene un programa de estudios latinoamericanos, otro de estudios internacionales y cada uno representa un foro importante para México. Quizás no para secretarios de Estado, pero sí para un cónsul dinámico y emprendedor. También existe casi siempre un «Committee on Foreign Relations» afiliado al Council on Foreign Relations de Nueva York o un «Committee on World Affairs», foros integrados por los principales empresarios, periodistas, profesores universitarios y abogados de la ciudad y con interés por los asuntos internacionales: Allí se reúne la élite del poder local, y allí puede México dirigirse directamente a estos sectores, sin pasar por el prisma deformante de la prensa o televisión de carácter nacional de la república norteamericana.

Nuestro cónsul tendría que volverse invitado sempiterno de todas estas instancias, no sólo como ponente u orador, sino incluso como simple asistente. También sería partícipe obligado de las demás instituciones locales: Cámara de Comercio, asociación de banqueros, Club de Rotarios, Kiwanis, Leones, Caballeros de Colón y diversas barbaridades que han inventado los norteamericanos para sobrevivir el tedio de su provincia.

Por último, la red de representaciones de alto nivel, arraigadas localmente y altamente motivadas, fungiría sin duda como sistema de información -para no decir de inteligencia- del ambiente para México en Estados Unidos. El Distrito Federal se enteraría a tiempo de cambios de opinión importantes, de nuevas posturas estatales o legislativas; no supondríamos u opinaríamos si el PAN recibe dinero o apoyos de grupos mexicanos emigrados o de empresarios norteamericanos híperreaccionarios del Sureste: Lo sabríamos a ciencia cierta.

¿Qué pasaría si pudiéramos hacer todo esto en las quince o veinte principales ciudades de Estados Unidos? A la larga, con trabajo, paciencia y un poco más de dinero, aunque no en exceso, nos ganaríamos a la «opinión local» por el mero hecho de atenderla, de hacerle caso, en una palabra, de «cachondearla». Enseguida contaríamos con la simpatía y quizás con el apoyo de sus representantes en el Congreso, tal vez en el Senado, y de las entidades nacionales que de alguna manera dependen de organismos locales. Sobre todo, cada vez que tuviéramos problemas de «campañas contra México» o que pretendiéramos movilizar voluntades a favor de algo -Contadora, por ejemplo- o en contra de algo (Simpson-Rodino, por ejemplo) dispondríamos de representantes conocidos en cada comunidad, que en principio gozarían de la confianza y del respeto de las fuerzas políticas y económicas locales. A veces lograrían lo que queremos, a veces no, pero siempre podrían dar la pelea y plantear nuestra posición. No es, ni mucho menos, el caso en este momento”.