Resulta imposible dialogar con Trump
El presidente gringo está haciendo malabarismos con muchas pelotas a la vez: Canadá, Gaza, Panamá, Ucrania, Groenlandia, aparte de las que internamente debe también malabarear...
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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES
“¿Podrá mi marido hacer el amor después de esta operación?“. Esa delicada pregunta le hizo en voz baja la esposa de don Acisclo al médico que le extirpó el apéndice al señor. “Desde luego que sí” -sonrió el facultativo. “¡Ah, qué bueno! -exclamó la mujer llena de júbilo-. ¡Porque antes no podía!”. Obvio es decirlo: Para responder a los agresivos hechos del demencial Trump nuestro Gobierno tiene sólo palabras como “soberanía” y las necesarias para reformar un par de artículos de la Constitución. Se irán desgastando esos vocablos a fuerza de manidos, lo mismo que esos inanes cambios legislativos, y a poco no nos quedarán otros términos más que “masiosare”, y reformas sólo al Reglamento de Tránsito de Cuitlatzintli. De esto no es responsable la presidenta Sheinbaum, porque lo cierto es que resulta imposible dialogar con Trump. Pretender razonar con él es como querer argumentar lógicamente con un orate o un ebrio. He ahí una de las numerosas semejanzas del ocupante de la Casa Blanca con el supuesto morador de “La Chin…”. Ninguno de los dos entiende razones, a la manera del personaje del corrido, y ambos están sordos a otra voz que no sea la propia, excepción hecha, en el caso de AMLO, de la voz de su amo, Trump, cuyas órdenes obedeció siempre sin chistar. En cumplimiento de la modesta labor que a mí mismo me he impuesto, la de orientar a la República, propongo recurrir en el trato con Trump a un método muy mexicano: Decir que sí, pero no decir cuándo. El presidente gringo está haciendo malabarismos con muchas pelotas a la vez: Canadá, Gaza, Panamá, Ucrania, Groenlandia, aparte de las que internamente debe también malabarear -esta palabra no está en el diccionario, pero en el circo sí-, y quizá se distraiga como niño que pasa de un juguete a otro, lo cual nos permitiría ganar tiempo hasta que la fuerza de los hechos obligue al prepotente yanqui a razonar. Irrazonable proposición parece la mía, pero para tratar con los que están fuera de la razón hay que ponerse en el terreno de lo irracional. No hay loco, por loco que sea, que no ponga limitación a su locura cuando llevarla a extremos le acarrea daño. Así hizo Mingo, el loquito de Arteaga, Pueblo Mágico, hermosa población cercana a mi ciudad, Saltillo. Los vecinos lo vieron trepado en la alta rama de uno de los centenarios álamos que bordean la acequia que atraviesa el pueblo. Afanosamente se ataba Mingo una cuerda a la cintura. Le preguntaron: “¿Qué haces, Mingo?”. Respondió: “Me voy a suecidar. La Inesita no quiso irse conmigo. Dice que estoy loco”. “Oye, Mingo -acotó uno-. Pero para suicidarte no debes ponerte el mecate en la cintura, sino en el pescuezo”. “¡Ah no! -rechazó él, alarmado-. ¡Así me ajogo!”. Lo dicho: No hay loco que cometa la locura de no poner limitación a sus locuras. Eso es aplicable incluso a un loco tan desatado como Trump. El cuento que ahora sigue es seguramente uno de los primeros de Pepito. Un año a lo más tendría de venido al mundo cuando su mami puso en su cunita a una bebé también de un año, hija de una amiga que la visitó. Pepito, que estaba acostado boca arriba, no podía ver bien a la bebita, de modo que le preguntó: “¿Eres niño o niña?”. “No sé” -respondió la pequeña. Le sugirió Pepito: “Mírate allá abajo. Así sabrás si eres niña o niño”. La bebita se intrigó. Presintió que en la respuesta de su compañerito de cuna había un misterio que ella no alcanzaba a descifrar. Quiso saber: “¿Cómo es eso de que mirándome allá abajo podré saber si soy niña o niño?”. “Así es -confirmó Pepito-. Si tienes calcetincitos azules eres niño. Si tienes calcetitas color de rosa eres niña”. FIN.
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