Los enemigos de la tauromaquia
Don Figareto, el peluquero del barrio, le denunció al gendarme de la esquina: “Aquel hombre que va corriendo allá escapó sin pagarme la rasurada”. “Lo buscaré -dijo el jenízaro-. ¿Tiene alguna seña particular?”. “Sí -respondió el barbero-. Acaba de perder una oreja”.

No hay ente más peligroso sobre la faz de la tierra que un pend… con iniciativa. Lejos de mí la temeraria idea de aplicar tan sonoro calificativo a quienes han promovido la prohibición de la fiesta de toros. Soy respetuoso de todas las opiniones, incluso de las mías, y huyo del radicalismo de extremistas como Paul Claudel, poeta, dramaturgo y escritor católico, quien proclamaba con ríspida voz de Torquemada: “¿Tolerancia? ¡Para eso hay zonas!”.
Jamás diré que los enemigos de la tauromaquia pertenecen al ámbito de la pendejez -sus sinrazones tendrán para oponerse a la fiesta-, pero me atrevo sí, a tildarlos de ignorantes.
Están prohibiendo lo que no conocen, como lo prueba la risible propuesta hecha por Brugada, que le acarreará el ridículo en todo el mundo de los toros.
La desaparición de la tauromaquia traería consigo la desaparición del toro de lidia, una de las criaturas animales más bellas que en la naturaleza existe. Para que el toro viva los toros deben morir. Y no en la sórdida manera en que las reses son sacrificadas en algunos rastros. Vi en un pueblo cómo mataban a los animales destinados a las carnicerías, y no me hice vegetariano nomás porque nunca lo he sido, y soy hombre de principios, aunque ahora estoy más cerca de ser hombre de fines.
No existe espectáculo que haya dado origen a tanto arte, tan hermoso, magnífico y variado, como la fiesta brava. Poesía, pintura, música, escultura, literatura, danza; todas las artes han recreado en belleza duradera las efímeras bellezas de ese arte, el del toreo, cuyos prodigios duran un instante para volverse luego eternidad. Menos de lo que tarda en caer un pétalo de rosa duraba una de las “verónicas de alhelí” de Ignacio Sánchez
Mejías, pero en el poema de Lorca tiene inmortalidad. El destino propio del toro de lidia es la muerte en el ruedo. Su naturaleza es atacar. He visto a becerrillos de unas cuantas horas de nacidos ir contra quien se acercó a la vaca madre. Es legendario el toro que embistió de frente a una locomotora que cruzó su campo. El toro de lidia es para lidiarse. Condenarlo a vivir es condenarlo a morir. Eso lo ignoran quienes so pretexto de evitarle crueldad le están infligiendo la crueldad más grave, que es desaparecerlo. Eso no sólo es atentar contra la naturaleza: Es también atentar contra la tradición, la belleza y la libertad, para no hablar de los factores económicos y ecológicos que inciden igualmente en la cuestión.
Desgraciadamente la ignorancia es la fuente mayor del fanatismo, y en lo de la prohibición de la fiesta pululan los fanáticos y los ignorantes.
La demagogia y la politiquería, tan cercanas muchas veces a la estupidez, están cobrando en estos malos tiempos una más de sus víctimas. Qué pena. La literatura de ficción existe para evitar en lo posible la existencia de la realidad. Aliviaré con algunos cuentecillos el encalabrinamiento que me ha causado la prohibición a la que antes aludí.
Don Figareto, el peluquero del barrio, le denunció al gendarme de la esquina: “Aquel hombre que va corriendo allá escapó sin pagarme la rasurada”. “Lo buscaré -dijo el jenízaro-. ¿Tiene alguna seña particular?”. “Sí -respondió el barbero-. Acaba de perder una oreja”.
Noche de bodas. Exclamó el romántico galán: “¡Al fin solos!”. “Sí -confirmó la desposada-. ¿A quién le hablamos?”. Don Cornato escuchó ruidos raros en el clóset. “Es el eco” -sugirió su nerviosa consorte. Fue el receloso marido y dijo: “¡Ah!”. Se oyó: “¡Ah!”. “¡Eh!”. Y se oyó: “¡Eh!”. Suspicaz, llamó entonces don Cornato: “¡Compadre!”. Desde adentro del clóset vino el eco: “Dígame, compadre”. FIN.