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¿Y los desaparecidos qué?

Conviene recordar que la Presidenta de hoy no es el Presidente de ayer, pero el fiscal de hoy sí es el fiscal de ayer.

Jorge  Castañeda

AMARRES

Hay mucha gente en México que verdaderamente se ha especializado en materia de desapariciones forzadas y que ha seguido el tema desde muchos años. Entre otros, destaco a Santiago Corcuera, Jacobo Dayán, Sergio Aguayo, Karla Quintana, Miriam Morales, y varios otros nombres que sólo alargarían esta lista. A ellos les corresponde determinar si el campamento de Teuchitlán fue de reclutamiento y muerte, de exterminio, y cuántos desaparecidos en realidad perdieron la vida ahí, o fueron llevados ahí traídos de otra parte. Huelga decir que la opinión de personalidades como estas, y de muchas más, va a revestir un mayor peso que lo que puedan decir las autoridades, tanto las estatales como las federales y en particular la fiscalía. Conviene recordar que la Presidenta de hoy no es el Presidente de ayer, pero el fiscal de hoy sí es el fiscal de ayer. Por lo tanto, si le hemos de creer ahora, y aceptamos el principio de su autonomía, debemos de creer lo que decía antes. Y si no le creíamos antes, y seguimos convencidos de su autonomía, no existiría ninguna razón para creerle ahora.

Pero sin tener ni remotamente la pericia o la experiencia de las personas que mencioné ni de muchas otras más, hay dos ideas que llevan años circulando y que conviene recordar. La primera es una que me comentó José Miguel Vivanco, exdirector para las Américas de Human Rights Watch, y que conoce bien la situación de los derechos humanos en México desde hace muchos años. A principios del Gobierno de Andrés Manuel López Obrador me confesó que, en su opinión, que no era más que una corazonada, los únicos desaparecidos que le interesaban a AMLO en ese momento eran los 43 de Ayotzinapa.

Los demás desaparecidos de los sexenios anteriores, es decir, básicamente de los de Peña Nieto y Calderón -y los corresponsales extranjeros podrían tener un poco más de cuidado al hablar de 1962: a partir de entonces se cuentan, pero la inmensa mayoría de las desapariciones en México sucedieron después del 2008- a López Obrador simplemente no le interesaban. Se vio obligado a tomar en cuenta la tragedia de Ayotzinapa porque le había costado enormemente a su predecesor, y porque él mismo la había utilizado muy hábilmente entre 2014 y 2018 para ganar puntos entre su base y los demás mexicanos. Pero nunca le tuvo la menor empatía a los desaparecidos en general y nunca trató realmente de atender el reto, más allá de querer obligar a Quintana a modificar la metodología de cálculo de cifras, y después de despedirla e insultarla en las mañanera. Afortunadamente, Karla ya no tienen por qué temer la persecución del estado mexicano; ahora busca desaparecidos en Siria, donde hará sin duda una magnífica labor.

La segunda idea tiene que ver con algo muy sencillo que varios peritos en la materia subrayaron desde principio del sexenio de López Obrador. En México contábamos en ese momento -y todavía contamos, sólo que los números se han disparado- con dos universos más o menos bien conocidos y contabilizados. El primero es el de los nombres de personas que no aparecen -missing- por cualquiera de muchos motivos: deceso, expatriación, cambio de nombre o domicilio por “n” razones, simplemente haber sido borrados de la existencia. No puede haber demasiados cuya desaparición obedezca a otros motivos, pero en todo caso existe un universo de nombres.

Por otro lado, disponemos de una horrorosa suma de cadáveres o restos humanos no identificados, a lo largo y ancho de toda la República. Ciertamente dicho universo va creciendo con cada hallazgo de fosas colectivas o de cadáveres aislados. Pero, en todo caso, ese universo existe y está bajo resguardo de las autoridades. De exactamente cuántos se trata es difícil saber, pero en algún momento circuló ampliamente la cifra de alrededor de 50 000. Es mucha gente.

Entonces, la faena que debía haber llevado a cabo el Gobierno de López Obrador y que podría empezar a realizar mañana el de Claudia Sheinbaum, es hasta cierto punto relativamente sencilla. Se trata del llamado “matcheo”, que viene del inglés match, es decir, atribuirle un nombre a cada resto o cadáver, o una realidad física a cada nombre. Las técnicas forenses de utilización de ADN y de otros instrumentos existen en el mundo entero y México, o cuenta con ellas o puede disponer de ellas. Se trata de un proceso largo, complejo y caro: en otros países donde se han llevado a cabo esfuerzos comparables, los resultados tardan mucho en aparecer y, efectivamente, el costo es elevado. Parece ser que durante el sexenio de López Obrador no se hizo absolutamente nada en esta materia: no hubo “matcheo” alguno, de nada con nadie, y de nadie con nada. De no ser así, sería muy sencillo para el Gobierno actual demostrar que sí se hizo algo en el mandato de su predecesor y que se logró tal número de identificaciones. Me da la impresión de que nada de eso sucedió.

Ahora bien, dejemos el pasado y miremos hacia adelante. Muy bien. En este caso, lo que le toca hacer a estas nuevas autoridades es eso exactamente, no complicarse la vida con mil tareas diferentes o, en todo caso, realizar los gestos que quieran, pero concentrarse en el “matcheo”. Faltan nombres, sin duda, y faltan restos o cadáveres sin duda, pero se puede empezar con estos dos universos que no son menores. El problema desde luego es el costo y a quién se le encarga la tarea. Como no van a traer a Karla Quintana de vuelta porque el Peje no lo permitiría, se le tiene que encargar a gente de un prestigio equivalente, pero sobre todo se le tiene que dotar de un presupuesto suficiente y de un horizonte en el tiempo también prolongado. No se logra esto en meses, ni mucho menos. Amistad que no se refleja en la nómina, no es amistad, reza el sabio dicho mexicano… es mucho más válido y cierto a propósito de las prioridades nacionales.

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