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El país que se encerró

A pesar de estar rodeado de dos océanos y de dos vecinos distantes, Estados Unidos nunca se aislará totalmente del mundo...

Jorge  Ramos

Había una vez un país tan, tan rico que creyó que ya no necesitaba de otras naciones. Entonces cerró sus fronteras, expulsó a los extranjeros y anunció que ya no quería nada de sus vecinos y ni de sus aliados. Por un ratito pensó que el plan iba a salir bien. Pero pronto se quedó solo, triste, sin amigos, y los otros países se acostumbraron a vivir sin él.

Este cuentito está incompleto -le falta el final. Aun así, tiene moraleja.

A pesar de estar rodeado de dos océanos y de dos vecinos distantes, Estados Unidos nunca se aislará totalmente del mundo, ni podrá expulsar a todos sus inmigrantes, ni evitará que lleguen productos, comidas y gente de los lugares más lejanos. Pero lo que acaba de anunciar hace unos días el gobierno del presidente Donald Trump es la actitud del vecino incómodo que está harto, que ha decidido cerrar sus puertas y ventanas y no volver a ver a nadie más.

Estados Unidos es hoy un país que se encerró.

Es difícil imaginar que la nación que por dos siglos y medio ha sido ejemplo de diversidad, tolerancia y de aceptación de los que vienen de fuera, de pronto se enconche y busque aislarse del resto del planeta. Es un nacionalismo mal entendido y mucho proteccionismo cuando el mundo está más interconectado que nunca. Su grito es: Yo solito puedo. Y no puede.

No me atrevo a decir que es el fin de la era de la globalización. El comercio, los viajes y la interconexión planetaria no se acaban porque un solo país decida levantar sus fronteras arancelarias e imponer sanciones a decenas de países (aunque se trate del principal mercado global). Pero estamos lejos de ese momento de expansión y de derrumbe de barreras que surgió tras la caída del muro de Berlín en 1989 y que siguió con la desintegración de la Unión Soviética, la popularización de la Internet y las computadoras personales y la ingenua idea de que la democracia se extendería como agua por todos lados.

Estados Unidos es un país que está mirando para dentro. Se siente poderoso. Y en lugar de negociar y de hablar se ha dedicado a imponer sus reglas y sus puntos de vista. Casi todos bailan al ritmo que Trump impone. Pero es un modelo insostenible. Primero, porque difícilmente se puede mantener por más de cuatro años -los que le quedan a Trump en la Casa Blanca- y segundo porque el mundo ha aprendido en las últimas tres décadas a colaborar más allá de las fronteras.

Los aranceles de Trump van a contracorriente.

Escribo esta columna sobre un escritorio de madera japonesa en la ciudad de “Mayami”, donde se habla más español que inglés. Me puEl

unos zapatos Sperry, color beige, mis favoritos, sin calcetines y con una marca interna que dice que fueron hechos en Indonesia (aunque estuve a punto de ponerme unos tenis Allbirds grises, hechos en Vietnam). Partes de mi iPhone y de la computadora donde escribo fueron construidos en China, al igual que el vaso de plástico transparente donde tomo un concentrado de jugo de manzana, que (apenas me entero) también es un producto chino. Aunque estoy tan lejos de México, casi todos los días como aguacates michoacanos, que saben muy distinto a los que vienen del caribe y que venden en el supermercado. (Mi hermano Alejandro decía que una casa sin aguacate y limón no es un hogar. Y le creo.) Hace un par de años manejo un carro alemán azul marino, que sale más barato que algunas camionetas hechas en Estados Unidos. En mi librero brincan varios ejemplares impresos en México y en Colombia. Y cada vez que levanto un objeto hay altas probabilidades de que fue hecho en un lugar distinto a Estados Unidos.

¿Por qué? Porque es más barato, porque es de mejor calidad, porque hay un acuerdo comercial que facilita su entrada o porque nos hemos acostumbrados a vivir en un mercado global; consumimos cosas de todo el mundo y producimos cosas para todo el mundo.

Bueno, prácticamente todos los objetos que mencioné en esta columna van a costarme más muy pronto. Y todo porque el nuevo gobierno de Estados Unidos ha impuesto aranceles a los productos importados.

No hay que tener un doctorado en economía para entender que la inflación va a subir, que habrá escasez de ciertos productos, y que pasarán años antes de que las industrias estadounidenses puedan producir lo que antes se importaba. Una gran ironía es que esas nuevas fábricas que tanto quiere construir Trump, y que reemplazarían los miles de productos importados, solo se podrían llenar con empleados extranjeros, muchos de los cuales ahora están siendo deportados.

Lo que Trump llamó el “Día de la Liberación” fue un verdadero desmadre. Los mercados del mundo, que le hacen más caso a las monedas y a los hechos que a las palabras, están en crisis. No hay ninguna liberación, solo más angustia, desconcierto y pérdidas enormes en las cuentas bancarias y en los planes de retiro de millones de trabajadores.

Cuando los astronautas regresan del espacio -incluyendo dos estadounidenses que pasaron más de nueve meses en la estación espacial internacional, en lugar de siete días- hablan del gran impacto que tuvo en ellos ver la Tierra desde lejos, sin esas fronteras y sin los mapas de colores que nos enseñaron en la primaria.

El mapa mental de Trump es de esos años y parece estar muy distorsionado, con un solo país en rojo y el resto en gris. Como siempre, la realidad se encargará del resto.

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