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Cien años de un llamado a servir

...estamos en un momento de desencanto ante la Iglesia, por causa de los malos ejemplos que han sido muy públicos.

Colaboración especial

Cuando San Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, cumplió 50 años de sacerdocio, el 28 de marzo de 1975, el aniversario cayó en Viernes Santo.

En aquella ocasión, el ahora santo escribió: “No quiero que se prepare ninguna solemnidad porque deseo pasar este jubileo de acuerdo con la norma ordinaria de mi conducta de siempre: Ocultarme y desaparecer es lo mío. Que sólo Jesús se luzca”.

Unas palabras que recordaban a las de San Juan Bautista cuando dijo: “Es necesario que Él crezca y que yo disminuya”.

Con ese ejemplo, San Josemaría enseñaba que el sacerdocio siempre tiene que tener esta característica de “ocultarse”, para que Jesús “luzca”. La misión del sacerdote es mostrar a Cristo, de manera que Él sea el que atraiga a las personas. El sacerdote es sólo instrumento para la salvación de las almas.

Incluso, en el ejercicio de su ministerio, un sacerdote con una conducta contraria al Evangelio puede ofrecer a los fieles la gracia de Dios, como unas manos sucias te pueden entregar una medicina. Sin embargo, es evidente que Dios quiere que sus “instrumentos” sean ejemplo para los demás. Así lo dice el Evangelio: “Alumbre su luz delante de los hombres, para que vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en los cielos”.

Esta reflexión nos viene bien a los católicos, pues estamos en un momento de desencanto ante la Iglesia, por causa de los malos ejemplos que han sido muy públicos. En contraparte, hay que decir que también ha habido buenos ejemplos que han atraído a muchas personas, por su congruencia con el Evangelio. Así como la incoherencia es una realidad que choca y repele, la autenticidad es un valor que atrae.

Al mismo tiempo, no se puede perder de vista que, por encima de las limitaciones y pecados de los hombres, la Iglesia sigue siendo instrumento de salvación. Lo que decimos en el Credo, desde hace más de mil 500 años, que la Iglesia es “santa”, obviamente no lo decimos por el ejemplo y el comportamiento de sus miembros. Decimos que la Iglesia es “santa” porque Cristo es su fundador, y porque el Espíritu Santo la anima continuamente, sacándola adelante “a pesar de los pesares”, porque muchos de sus miembros han alcanzado la gloria eterna y ayudan con su intercesión.

Empezando por la Virgen María, a quien en Oriente se le llama la “Toda Santa”, y también los apóstoles, los mártires y miles de buenos ejemplos en la vida cotidiana.

No hay duda de que la Iglesia, nuestra Iglesia, está necesitada de purificación en sus miembros pecadores, así como está necesitada del compromiso evangélico de los cristianos. En una palabra, está necesitada siempre de conversión. Por eso decía Juan Pablo II en el jubileo del 2000, hablando en nombre de la Iglesia Católica: “Al mismo tiempo que confesamos nuestras culpas, perdonemos las culpas cometidas por los demás contra nosotros”.

En este contexto, es saludable recordar los 100 años de sacerdocio de un santo. No se trata de ensalzar la figura de un hombre, sino de agradecer a Dios que lo haya querido utilizar como instrumento para facilitar el encuentro de una multitud de personas con Jesucristo.

Es motivo de esperanza para sacerdotes, y también para padres de familia, educadores, formadores, y todos los que trabajan por la causa del ser humano, ya que la santidad es la prueba de que, al final, la última palabra la tiene el amor de Dios.

La vida sacerdotal de San Josemaría no sólo ayudó a muchos a acercarse a Dios, también iluminó a personas que, sin compartir la fe cristiana, reconocían en sus palabras unos valores que son universales y válidos para todos: La invitación a hacer bien el trabajo y hacerlo por amor, la grandeza del servicio, la solidaridad especialmente con los más pobres y necesitados, la alegría en las dificultades, el valor de la amistad, la importancia de perdonar y de pedir perdón.

Específicamente para los sacerdotes, San Josemaría dejó un camino luminoso. Les decía que fueran siempre administradores de la gracia de Dios sin buscar ventajas materiales o personales, que no buscaran personalismos o brillar con luz propia, más bien buscar reflejar la luz de Cristo.

San Josemaría fue un enamorado de Dios y, por lo tanto, un enamorado de la Eucaristía. Yo, en lo personal, estoy convencido de que San Josemaría fue y es el instrumento del que Dios se sirvió para mi vocación sacerdotal.

Termino con un hecho que a mí me impresiona y es que, a principios de los años 50, San Josemaría estuvo dispuesto a dejar la obra que había fundado para dedicarse a otra fundación dedicada específicamente a fomentar la santidad en los sacerdotes diocesanos.

Incluso lo consultó con un personaje importante de la Curia romana, que lo animó a ello. Pero, de alguna manera, Dios le hizo ver que dentro del Opus Dei cabían los sacerdotes diocesanos, sin que ello afectase en nada a la dependencia jurisdiccional de sus obispos.

Así, se llenó de alegría, porque podía ofrecer a los sacerdotes diocesanos una espiritualidad de santidad en el cumplimiento amoroso de las tareas de servicio a los fieles. Una alegría que compartiremos todos juntos este 28 de marzo, en el centenario de una vocación que despertó muchas vocaciones más.

Padre Carlos Núñez

* El autor es Vicario del Opus Dei para el Norte de México.

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