Mario Vargas Llosa y Dios
La primera novela que leí de Vargas Llosa, “La ciudad y los perros”, tuvo un gran impacto en mi adolescencia.

Jorge Ramos
Cuatro veces tuve la oportunidad de entrevistar a Mario Vargas Llosa. Fue en el 2003, 2014, 2019 y en el 2022, una de las últimas entrevistas que dio antes de morir. Me encantaría decir que nos hicimos amigos. La realidad es que siempre lo vi con admiración y distancia. Pero fue muy amable y generosísimo con su tiempo, en pláticas cargadas de anécdotas y profundas reflexiones.
Cuando Mario estaba contigo, estaba contigo. Y hablamos, por supuesto, de literatura y de política, de su rompimiento con la revolución cubana y de su atinada frase de que México, en la era del PRI, era “la dictadura perfecta”. Aunque acabo de descubrir, en la revisión de esas conversaciones, que también platicamos mucho sobre religión y de su agnosticismo, sobre Dios y de lo que pasaba cuando uno se moría.
En el 2003 en una noche húmeda de Miami -como casi todas- le escuché decir ante 700 personas que le costaba mucho trabajo escribir. “Es un trabajo que suele ser muy angustioso, en el que uno suele desgarrarse”, me dijo. “Es complejo y, por otra parte, bastante misterioso. Pero, al mismo tiempo, me siento como un traidor cuando digo eso -‘ay, cuánto me cuesta’- parece que yo sufro escribiendo y, en realidad, el gozo mayor de mi vida es escribir”. ¿Y cómo escribe? “Es difícil decirlo en términos generales, abstractos, porque no es así”, me respondió. “Voy encontrando la manera de narrar poco a poco, rehaciendo, corrigiendo. Es un proceso que no es enteramente racional. Yo siento cuando no funciona una frase”.
La siguiente vez que nos vimos en su apartamento de Madrid, en el 2014, muchas cosas habían cambiado. Ya había ganado el premio Nobel de Literatura (en 2010) y le pesaba. “El premio Nobel lo convierte a uno en una especie de figura pública”, me contó, “y eso halaga la vanidad. Pero, al mismo tiempo, trae una cantidad de obligaciones tremendamente perjudiciales para el trabajo intelectual. La modernización para mí es una pesadilla”.
Por eso, me dijo, no se metía en las redes sociales ni abría la puerta ni tampoco contestaba el teléfono. Cada llamada podría culminar en otra invitación más, en otro prólogo de favor para un amigo. Para él, lo importante era poder escribir. ¿Por qué lo hace? “Porque escribir es una forma de vivir”. ¿La novela que más le costó? “La que me hizo pasar los peores momentos y, también, las mayores exaltaciones fue ‘Conversación en la Catedral’”.
Esa vez -en la mitad de su biblioteca y frente al escritorio donde salían sus mentiras verdaderas- me sentí, un poco, como un intruso. Toda la entrevista la hizo con los brazos cruzados. Pero, aun así, nos metimos en el tema más desconocido: La muerte. “A mí no me da miedo morir”, me dijo. “Yo creo que la muerte es responsable de las mejores cosas de la vida. La vida, si no existiera la muerte, sería muy aburrida. Gracias a la muerte es que podamos disfrutar mucho de la vida”.
Cinco años después, en 2019, otra vez en Miami y frente a cientos de espectadores, retomamos la conversación donde la habíamos dejado. Tú eres agnóstico, le dije, pero ¿quieres corregir? “Yo soy agnóstico y sé que me voy a morir agnóstico,” me respondió. “A mi agnosticismo no he renunciado jamás”.
“¿No te da miedo morir?”, le pregunté. “Bueno, hay cierta inquietud que produce, sobre todo cuando la edad te va acercando a ese momento decisivo. Pero eso de convertirme en el último momento, eso sería de un mal gusto espantoso”.
En el 2022, nos volvimos a encontrar, esta vez en la casona donde vivía con Isabel Preysler en una de las orillas de Madrid, sin saber que sería una de sus últimas entrevistas. Mario escribía entonces en un escritorio mucho más pequeño, que había pertenecido a un ex marido de Isabel, pero seguía rodeado de pequeños hipopótamos que coleccionaba desde que escribió “Kathie y el hipopótamo”. La biblioteca donde hablamos tenía un gran retrato de Isabel y nos atendían dos meseros uniformados. Mi equipo de televisión y yo nos movíamos con cuidado para no romper nada. Y a él lo sentí fuera de lugar, como si fuera un invitado. Pero no me atreví a decírselo.
Mario ya tenía 86 años, y el futuro se acercaba. Y volvimos a hablar de la muerte. “Yo no sé aquello con lo que me voy a encontrar”, me dijo, esta vez sin cruzar los brazos en casi toda la plática. “No descarto de que haya algo. Me parece insuficiente que la vida se termine de esa manera. Hay ahí alguna curiosidad que de alguna manera la muerte va a satisfacer. Yo tengo la sensación de que hay algo que nos espera, pero de lo que no tenemos ninguna idea y que no está encarnado en ninguna de las religiones”.
“¿Cuál es tu idea de Dios?”, le pregunté. “Si Dios existe, no es como lo pinta la religión cristiana. Es imposible que sea de esa manera… Pero lo que estoy seguro es que ninguna religión, ninguna, y el catolicismo en especial, describe con lo que me voy a encontrar”.
Esa fue nuestra última entrevista. Poco después, por las revistas del corazón, me enteré sin mucha sorpresa de su separación de Isabel y que había regresado al apartamento de Lima que compartía con Patricia Llosa, su ex esposa y verdadera pareja. Ahí murió.
La primera novela que leí de Vargas Llosa, “La ciudad y los perros”, tuvo un gran impacto en mi adolescencia. Esos personajes que él describía coincidían con los que yo encontraba en el recreo de mi escuela. Me impresionó mucho que alguien pudiera describir la realidad de esa manera. Y sin duda, uno de los grandes privilegios que he tenido en esta profesión de periodista fueron esas cuatro largas conversaciones con un escritor que siempre había admirado y con quien comparto su agnosticismo.
Sí, ojalá que se haya equivocado y alguna vez volvamos a conversar.
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