¿Causan cáncer los virus, las bacterias y los mohos?
En estos tres casos existen vacunas o antivirales altamente efectivos que previenen o curan la infección y, en consecuencia, el desarrollo posterior de estos tumores.
Antonio José Caruz Arcos, Universidad de Jaén y Almudena Montero, Universidad de Granada
Existen varios tipos de cáncer que tienen como origen una infección viral o bacteriana. Uno de los más conocidos es el cáncer de hígado producido por la infección con los virus de la hepatitis B y C. Además existen ciertas cepas del virus del Papiloma Humano que producen cáncer de cuello de útero y garganta.
En estos tres casos existen vacunas o antivirales altamente efectivos que previenen o curan la infección y, en consecuencia, el desarrollo posterior de estos tumores.
De hecho, la prevalencia de infección crónica por los virus de las hepatitis en España no ha hecho más que descender desde la implantación de la vacunación y el desarrollo de fármacos antivirales directos. En cuanto a la incidencia de cáncer de cuello de útero, es previsible que siga un curso descendente en los próximos decenios gracias a las campañas de vacunación de las niñas.
Sin tratamiento conocido de momento tenemos otros virus que producen linfomas, como el virus linfotrópico de células T humanas (HTLV). Se trata de un retrovirus, de la misma familia que el virus del sida, con una incidencia muy alta en países de extremo oriente, aunque prácticamente inexistente en España.
Entre la familia de los herpes existen varios virus comunes asociados con el desarrollo de tumores en personas inmunodeprimidas. Es el caso del virus de Epstein-Barr, que produce la mononucleosis infecciosa, pero también puede dar lugar a los linfomas de Burkitt y Hodgkin, además de favorecer el carcinoma nasofaríngeo.
Un nuevo virus, denominado poliomavirus de Merkel descubierto gracias a técnicas avanzadas de biología molecular, se ha relacionado con el cáncer de piel.
Para nuestra tranquilidad, la mayoría de las infecciones por estos virus no llegan a producir cáncer.
Toxinas, mohos y cáncer
Tanto las bacterias como los hongos producen toxinas con potencial cancerígeno. O lo que es lo mismo, capaces de hacer mutar directamente el ADN o desbloquear su replicación, generando alteraciones cromosómicas.
Estas alteraciones suponen un primer paso hacia el desarrollo de un tumor que, a lo largo del tiempo, irá acumulando más y más mutaciones hasta alcanzar un umbral que le permita escapar del control genético del ciclo celular y del sistema inmunitario.
Algunas de las toxinas cancerígenas mejor caracterizadas derivan de los hongos (mohos) que afectan a los alimentos. Las aflatoxinas, producidas por especies de Aspergillus que afectan a frutos secos y cereales conservados con humedad, son especialmente peligrosas. Y ojo porque también la leche, la carne y los huevos pueden estar contaminados con aflatoxinas si los animales que los producen han sido alimentados con pienso afectado por hongos.
No es para tomárselo a broma. Se estima que el 28% de todos los cáncer de hígado en el mundo están relacionados con la exposición a alimentos contaminados con mohos. Y lo que no se sabe… Porque la realidad es que el número de toxinas es inmenso y su impacto sobre la salud humana es relativamente poco conocido y estudiado.
Helicobacter pilori y otras bacterias cancerígenas
En lo que a bacterias se refiere, es un hecho indiscutible que andan detrás de varios tipos de cáncer. La asociación mejor caracterizada es la producida por Helicobacter pilori, que produce una proteína cancerígena que afecta el comportamiento de las células epiteliales de la mucosa gástrica e inicia la carcinogénesis mediante una inflamación crónica. Afortunadamente, un cóctel de antibióticos es capaz de eliminar completamente la infección y, en consecuencia, la posible progresión de las lesiones inducidas por la bacteria.
Por otro lado, bacterias presentes de forma habitual en el microbioma humano como Escherichia coli (E. coli) tienen también la capacidad de producir toxinas que atacan el ADN de las células del intestino, entre ellas una llamada colibactina. Una estimación reciente indica que el 8% de todos los casos de cáncer de colon tienen su origen en la infección por cepas de E. coli productoras de colibactina, ya que los tumores llevan en su genoma las cicatrices del daño generado por esta toxina bacteriana. También se ha encontrado daño genético inducido por esta toxina en cáncer de vejiga y garganta.
Experimentos en animales de laboratorio inoculados con bacterias productoras o no de colibactina confirman asimismo el papel de esta toxina en la iniciación del proceso de carcinogénesis. Además, la cepa está presente en el 60% de los casos de cáncer de colon, en el 35% de enfermedad inflamatoria intestinal y en el 20% de personas sanas.
Lo que resulta sobrecogedor es que cepas de E. coli recomendadas como probióticos adjuvantes para el tratamiento de la colitis ulcerosa sean productoras potenciales de colibactina cancerígena. En este sentido convendría averiguar qué ocurre con estos pacientes a largo plazo, así como abrir un periodo de debate sobre la conveniencia de eliminar este tipo de probióticos portadores de toxinas para disminuir el riesgo de cáncer de colon.
La investigación debería centrarse en varias acciones importantes. Empezando por la implantación rutinaria de sistemas de diagnóstico –mediante PCR, por ejemplo– para identificar a las personas infectadas por cepas productoras de toxinas cancerígenas. Además de optimizar los tratamientos antibióticos para la eliminación de estas cepas.
Finalmente, sería interesante determinar qué otros factores ambientales interaccionan con el microbioma para aumentar el riesgo, ya que no todas las personas portadoras desarrollan un cáncer de colon.
Probablemente la colibactina sea la punta del iceberg y muchas otras toxinas completamente desconocidas estén en el origen de algunos tumores digestivos. Solo la investigación podrá resolver estas cuestiones pendientes.
Antonio José Caruz Arcos, Catedrático de Universidad de Genética, Universidad de Jaén y Almudena Montero, Doctoranda, Universidad de Granada
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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