MÉXICO-. A lo largo de la historia, algunas figuras presidenciales nos parecen casi mitológicas, como si formaran parte de un relato lejano que contribuyó a la construcción de la nación. Uno de los personajes más emblemáticos y estudiados de la historia de México es Porfirio Díaz.

A pesar de su figura imponente, marcada por su largo mandato, su voz, que parecía pertenecer a un pasado distante, ha logrado trascender gracias a los avances tecnológicos de la época.

El 15 de agosto de 1909, tan solo dos años antes de su salida del poder, Díaz recibió un regalo muy especial: un fonógrafo, cortesía del propio Thomas Edison.

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Como respuesta a este obsequio, Díaz grabó un mensaje en un cilindro de cera, cuya duración aproximada es de dos minutos. En la grabación, se puede escuchar la voz del presidente claramente, un testimonio único de cómo sonaba aquel hombre que gobernó México durante más de tres décadas.

El mensaje de Díaz comienza con las siguientes palabras:

“Chapultepec, agosto 15 de 1909. Sr. Thomas A. Edison, estimado y buen amigo, me refiero a su grata 8 de julio. Yo también, como usted, recuerdo con placer el tiempo aquel en que tuve la satisfacción de conocerle y conocer sus atrevidos experimentos, haciéndome partícipe de su fe inquebrantable en el grandioso provenir de la ciencia empírica...”

Gracias a esta grabación, podemos escuchar la voz de Díaz, un sonido que durante mucho tiempo parecía perdido en las sombras de la historia.

¿Cómo se veía en realidad?

Además de esta grabación, existen también otras imágenes de Díaz en movimiento, filmadas por los hermanos Lumière, pioneros del cine. En estas grabaciones, se puede ver al presidente cabalgando, lo que marca el inicio del cine mexicano y constituye la primera película conocida del país.

Se dice que Díaz accedió a ser grabado después de que los enviados de los Lumière hicieran una proyección privada de sus películas en el Castillo de Chapultepec.

Estos testimonios son más que simples documentos históricos; son ventanas al pasado que nos permiten percibir, de manera más tangible, a una figura que, de otro modo, podría haberse desvanecido en la niebla de la historia.