"El mito de que el colapso ecológico es inevitable es un error, hay una oportunidad para un modelo de felicidad distinta"
Para el antropólogo climático Emilio Santiago, aún estamos a tiempo no solo de evitar los peores efectos del cambio climático, sino de realizar transformaciones profundas que conduzcan a una vida mejor y a sociedades más justas.
Las generaciones actuales enfrentan un reto enorme, según el antropólogo español Emilio Santiago.
A otras generaciones les tocó en el pasado luchar por el voto femenino o la limitación de la jornada laboral.
“A nuestra generación nos toca el reto de reintegrar a la Tierra dentro de sus límites biofísicos, y hacerlo promoviendo una salida a un sistema económico irracional e injusto, construyendo, pues, un mundo sustancialmente distinto”.
Santiago es investigador del Consejo de Investigaciones Científicas de España, donde tiene la cátedra de antropología climática. Y es autor del libro “Contra el mito del colapso ecológico”.
El antropólogo reconoce la gravedad de la situación climática y planetaria en que nos encontramos, pero desbanca posiciones “colapsistas” según las cuales estamos desahuciados.
Para Santiago, no solo es posible aún evitar los peores efectos del cambio climático, sino que la transición ecológica es una oportunidad para un modelo de felicidad distinta.
En estos momentos, asegura, necesitamos un ecologismo que nos recuerde que “cada décima de grado importa, cada especie salvada importa” y que aún no es tarde.
Emilio Santiago habló con BBC Mundo sobre la transición ecológica que puede llevarnos a una vida mejor, sobre el productivismo en nuestras sociedades “que nos ha llevado hasta el abismo", y sobre las razones por las que, en su opinión, “el neoliberalismo, actualmente, es un zombi, un muerto viviente”.
Comencemos por el título de tu libro, ¿a qué te refieres cuando hablas del mito del colapso ecológico?
El mito del colapso ecológico es la creencia en que nuestro destino está cerrado, que el colapso es el desenlace inevitable de la situación de crisis ecológica en la que nos encontramos.
Y ésta es una creencia que, aunque tiene razón de ser porque la situación es grave, supone, a mi juicio, tanto un error teórico como un error político. Su enunciación viene de algunas corrientes del movimiento ecologista que, ante la gravedad de la situación han asumido un cierto derrotismo y han dado al colapso la categoría de un hecho consumado.
Es una corriente que dentro del ecologismo, al menos en España, pero también internacionalmente, es creciente. Estos discursos pesimistas nos vienen a decir que básicamente la oportunidad de transitar hacia sociedades sostenibles ya la hemos perdido y lo que toca es colapsar.
Cuando se habla de colapso, ¿qué es lo que colapsa?, porque la Tierra nunca va a colapsar
Lo que colapsa en estos enfoques es el orden social moderno. Este es el mito del que hablo en el “mito del colapso”, porque el colapso también se puede emplear para hablar del colapso de un ecosistema concreto.
Eso es un fenómeno que evidentemente está sucediendo en muchas partes y no es ningún mito. Pero lo que caracteriza al colapsismo es proyectar una quiebra catastrófica del orden social moderno, considerándolo como algo desahuciado.
En tu visión, ¿cuán grave es la situación en la que estamos ahora?
La situación es gravísima. Los límites planetarios están sobrepasados desde hace décadas y esta crisis se manifiesta en muchas aristas, desde el caos climático en curso hasta la extinción de especies y la hecatombe de biodiversidad, pasando por el agotamiento o los rendimientos decrecientes de muchos recursos no renovables.
Y todo esto unido, que es importantísimo, a una creciente desigualdad social y a un aumento del autoritarismo, que son dimensiones que nunca se pueden olvidar al pesar la crisis ecológica.
Por decirlo de modo más concreto, si lo hacemos muy mal, no sólo el colapso es posible, sino que cabe pensar en la extinción de la especie humana. Pero hay alternativas.
Hablemos entonces de escenarios posibles. ¿Qué puede pasar en el corto y mediano plazo?
Si no hacemos nada en el corto y medio plazo lo que vamos a conocer es una degradación de las condiciones materiales de vida en muchos lugares del mundo, un aumento de la desigualdad y un aumento del autoritarismo político.
Más a largo plazo, es posible que estas dinámicas lleven a la quiebra de nuestros órdenes sociales. Y en última instancia, como comentaba antes, en un escenario de Tierra invernadero, con una subida de las temperaturas de cuatro o cinco grados, a la extinción de la especie humana, o al menos a contraernos en unos nichos geográficos muy limitados en latitudes muy altas etc.
Un auténtico desastre en términos antropológicos, humanos y ecológicos. Pero esto, digamos, son los peores escenarios posibles si proyectamos linealmente las tendencias acumuladas hasta ahora.
Pero tú dices en el libro que “hacerlo mal” no es un destino, sino que todavía hay oportunidades para corregir el rumbo.
Creo que todavía estamos a tiempo, en primer lugar, de cumplir con el Acuerdo de París, aunque cada vez es más difícil no superar esta limitación de 1,5 grados.
Estamos también a tiempo de aumentar la protección a la biodiversidad para proteger y cuidar la red de la vida.
Y estamos a tiempo de realizar transformaciones profundas que nos permitan habitar en sociedades más justas, con una economía más racional y donde la vida buena sea un derecho.
Estos escenarios implican enormes giros democráticos y transformaciones sociales muy profundas, pero que no son muy distintas a otras transformaciones sociales que hemos visto en el pasado.
Por eso la memoria es una buena herramienta contra la ecoansiedad. En el pasado hemos sido capaces, por ejemplo, de protagonizar hitos como el sufragio femenino, la jornada laboral de ocho horas.
Bueno, pues a nuestra generación nos toca el reto de reintegrar a la Tierra dentro de sus límites biofísicos y hacerlo además promoviendo una salida a un sistema económico irracional e injusto y construyendo un mundo sustancialmente distinto.
Háblanos de ese mundo que es posible y cómo lograrlo. Porque los medios muchas veces cubren el problema del cambio climático como si fuera un tema tecnológico, pero tú hablaste mucho el tema de la desigualdad. ¿Por donde empezar?
El cambio tiene que ser una suma de innovaciones tecnológicas y de transformaciones sociales y culturales.
No hay que despreciar el factor tecnológico. Lo que pasa que yo pongo el acento en la dimensión social, porque todo el discurso hegemónico se enfoca casi exclusivamente en la cuestión tecnológica.
Por tanto, por ir a lo concreto, lo que tenemos que hacer en el corto plazo es combinar un proceso de descarbonización muy rápido de la economía, unido a una salida progresista y transformadora de la crisis del neoliberalismo.
Tenemos que dar lugar a un orden socioeconómico distinto, en el que el Estado guiado por el interés público, va a tener un peso mucho mayor.
Un orden en el que se redistribuya la riqueza, se corrijan los abismos de desigualdad en el sistema internacional, se fomenten los bienes comunes. Es decir, una salida de orientación ecosocialista a la crisis de agotamiento del modelo económico neoliberal.
Y todo ello acompañado por otro factor que es importante, que es un cambio cultural en el que los movimientos sociales tienen un papel protagonista.
Me refiero a la experimentación de unos códigos de vida buena distintos, que nos permitan entender que una sociedad más sustentable, una sociedad en paz con los límites biofísicos de nuestro planeta, no implica un castigo, sino una oportunidad para vivir mejor, porque tendremos más tiempo libre, porque estaremos más sanos porque se refortalecerán nuestros tejidos comunitarios.
Mencionaste el agotamiento del modelo neoliberal, ¿podrías explicar esto?
El neoliberalismo, actualmente, es un zombi, un muerto viviente. La pandemia fue el muro de Berlín del pensamiento neoliberal, lo que pasa es que su muerte intelectual no significa su muerte política.
Como nos enseñan las películas, los zombies son peligrosos. Tenemos que hacer el esfuerzo para convertir la muerte intelectual del neoliberalismo en una muerte política efectiva.
Esta quiebra del neoliberalismo no tiene por qué derivar en un mundo necesariamente más justo, pero al menos se abre una ventana de oportunidad.
Hoy están sucediendo cosas que hace cinco años no hubiésemos creído: por ejemplo, unos conatos de mutualización de deuda en Europa que han supuesto los fondos de recuperación y resiliencia.
Por no hablar, desde la crisis del 2008, del papel activo de los bancos centrales fuera de la ortodoxia monetaria, algo que en 2020 se multiplicó al cuadrado.
Una serie de movimientos económicos que nos llevan a pensar que estamos en un cambio de ciclo. Lo que nos toca políticamente es empujar para que este cambio sea progresista, porque no necesariamente tiene que ser así.
La pandemia, por ejemplo, se resolvió con soluciones de orientación socialista, por decirlo de alguna manera. Se vacunó primero a los médicos y luego a las personas vulnerables, no a quién se pudiera permitir una vacuna.
Esto se hizo no sólo por una cuestión ética, sino porque era más eficaz. En tiempos de crisis ecológica, la cooperación sale reforzada como conducta social especialmente racional.
Entonces lo que nos estamos encontrando es un mundo en el que las soluciones a las muchas crisis que estamos desatando implica una reconsideración del interés general que rompe con el paradigma neoliberal individualista de sálvese quién pueda, que ha estado imperante en los últimos cuarenta años.
Y yo creo que estos momentos ofrecen una oportunidad política tremendamente interesante para la transición ecológica justa.
Hablabas de una transición que es una oportunidad. ¿Cómo aprovechar esa oportunidad?
Pongo un ejemplo concreto: un mundo en transición ecosocial justa sería un mundo que puede asumir una reducción de la jornada laboral.
Treinta y dos horas semanales, por ejemplo. Y por tanto, un mundo en el que la vida podría ser mejor, porque tendrías más tiempo personal para aprovechar para tus quehaceres, tus intereses, tus pasiones, tu comunidad, tus amigos, etc.
Sería un mundo en el que trabajaríamos menos y en el que tendríamos más tiempo libre para disfrutar de nuestras pasiones y de nuestras vidas.
Y el trabajar menos horas, ¿cómo se vincula a la crisis climática?
Hay un factor que tiene que ver con la reducción de las emisiones, aunque éste es pequeño. Una jornada laboral reducida evita desplazamientos laborales, permite tener tiempo para tener hábitos de consumo más sostenibles, cocinar de manera más sana, etc.
Pero luego implica también una victoria simbólica contra una sociedad que si nos ha llevado hasta el abismo es porque está enferma de productivismo, un productivismo desbocado en el que los medios se han convertido en fines.
¿En qué otros aspectos permitiría la transición ecológica un mundo mejor?
Yo creo que tenemos, por un lado, un enorme margen de mejora en todo lo que tiene que ver con las afecciones a la salud de un sistema altamente contaminante.
Las ciudades europeas están tomando medidas respecto a la calidad del aire, pero todavía el proceso va muy lento.
También padecemos unos índices de impacto enormes en otras cuestiones, como los microplásticos, tóxicos en nuestras comidas, etc. En estos frentes tenemos un margen de mejora enorme.
También todo lo que tiene que ver con la salud mental, es decir, con construir sociedades que posibiliten una vida más comunitaria, una vida menos centrada en los elementos compensatorios que tiene el consumismo y que se están demostrando fallidos.
Hay un lado oscuro en el desarrollo neoliberal de los últimos cuarenta años, que tiene su símbolo en la auténtica epidemia que estamos sufriendo de problemas de salud mental.
Existe una correlación directa de los problemas de salud mental con dos elementos, precariedad económica y estrés, estrés por un productivimo desaforado, que una sociedad en transición justa podría rebajar.
Yo tengo la sospecha de que un mundo menos atrapado en el chantaje productivista que nos ha llevado hasta la catástrofe climática sería un mundo donde podrían florecer muchas realidades de la personalidad humana que hoy están actualmente deprimidas por el frenesí bulímico de la sociedad de consumo.
¿A qué te refieres con ese frenesí bulímico?
Somos sociedades donde todo el mundo siente que no tiene ni tiempo ni condiciones para desplegar aspectos de su personalidad que le realizan como la creatividad por ejemplo, el deporte, el estar con los amigos, necesitamos un orden social distinto que permita potenciar todas esas capacidades humanas subdesarrolladas.
El frenesí consumista del capitalismo nos vuelve en algunos aspectos seres humanos subdesarrollados.
Jugamos menos con nuestros hijos de lo que nos gustaría. Pasamos menos tiempo con la gente que queremos de lo que nos gustaría. Hacemos menos deporte del que nos gustaría.
La gente que tiene hobbies creativos, pues no es capaz de desarrollarlos porque está atrapada en dinámicas productivistas.
Bueno, sería todo ese conjunto de rasgos antropológicos en los que podríamos basar una idea de felicidad distinta, una promesa de potenciar aquello que te realiza sin pasar por un examen productivista constante.
¿Cuál es esa relación entre ecologismo y felicidad?
La transición ecológica es una oportunidad para democratizar un modelo de felicidad ecológicamente viable.
Si el ecologismo es capaz de dar ese giro, y sin perder su papel como alarma - porque tiene que tener ese papel de denuncia y de alarma ante la situación que es crítica - creo que el ecologismo tendrá buena parte de la batalla política ganada.
Necesitamos, por tanto, un ecologismo capaz de ilusionar. El ecologismo lleva cincuenta años advirtiendo con datos científicos de que la situación es crítica.
No es que no haya servido de nada, pero no ha sido suficiente. Y ahora mismo es necesario ser capaz de fundamentar una esperanza. Una esperanza, además, que sea atractiva, que sea ilusionante, que veas sus propuestas y digas “yo quiero vivir así”.
Escucharte da aliento, pero al mismo tiempo pienso en anuncios recientes como el del primer ministro británico Rishi Sunak, quien señaló que su gobierno dará 100 licencias nuevas para explotar combustibles fósiles. A pesar de estos anuncios, ¿qué te da esperanza a nivel personal?
Dos cosas. Una es que aunque hay retrocesos, en algunos aspectos estamos bastante mejor que hace diez años.
Por ejemplo, en la conciencia ciudadana sobre sobre el problema, hemos dado un salto cualitativo fechado en el año 2019, un año muy importante por las movilizaciones climáticas globales. Hoy el clima está en la agenda y en el debate público de una manera que no estaba hace diez años.
El salto cualitativo es inmenso, como lo es también, por poner otro ejemplo, el abaratamiento de las energías renovables.
Entonces es verdad que están dándose retrocesos. Es verdad que en emisiones de CO2 estamos peor que hace diez años, pero en capacidad de ponerles freno estamos algo mejor.
Esencialmente, creo que nuestras sociedades hoy están maduras para ser lideradas por gobiernos ecologistas transformadores.
En un país como España, por ejemplo, el negacionismo climático es residual, no llega ni a un 10, 11% de la población. Lo que pasa es que no somos capaces de convertir esa victoria científica en una victoria política.
En resumen, creo que está habiendo un cambio de rumbo que puede permitir una transformación sistémica, pero todavía estamos en su más tierna infancia.
¿Y qué le dirías a lectores que entonces te preguntan, pero habrá tiempo?
Les diría que la cuestión del tiempo siempre es relativa a las expectativas.
Es decir, para hacer una transición ordenada que minimice a cero el nivel de sufrimiento social ya no hay tiempo, ya la hemos perdido. Hace décadas que tendría que haber empezado esta transición.
Sin embargo, cada décima de grado importa. Cada especie salvada importa.
Entonces al final la cuestión es que nunca es tarde, porque siempre, en el peor de los casos, se pueden minimizar daños.
Todavía tenemos una ventana de oportunidad muy estrecha, es cierto, no sólo para minimizar daños, sino también para aspirar a una transformación social ilusionante.
Decías que el neoliberalismo es un zombi. Algunos economistas como Julia Steinberger, especialista en economía ecológica, hablan de decrecimiento o degrowth. ¿En qué medida es una solución?
Si por decrecimiento entendemos la necesaria reducción de la esfera material de la economía para reintegrarnos dentro de nuestros límites planetarios sobrepasados, unido a una crítica a la acumulación de capital como objetivo central de nuestra sociedad y a una denuncia de un modelo cultural que iguala de modo falaz productivismo, consumismo, bienestar y felicidad, entonces yo no sólo me considero decrecentista, sino incluso diría que si crees en la justicia y los derechos humanos en el siglo 21, sólo puedes ser decrecentista aunque el nombre de “decrecimiento” no te guste.
Por tanto, creo que el decrecimiento es una buena idea intelectual. De hecho, en el libro digo textualmente que es la estrella polar que debe orientar al ecologismo transformador.
Pero añado que todavía es una idea políticamente inmadura. Creo que necesitamos posiciones que permitan ir experimentando con políticas públicas de contenido decrecentista sin una enmienda a la totalidad que parece políticamente poco viable. Al menos en el corto plazo y con esta correlación de fuerzas.
Lo que creo que sí que está a nuestras manos es introducir políticas concretas en sectores concretos que favorezcan el decrecimiento selectivo de algunas ramas de la producción.
¿Ejemplos concretos? Evidentemente, la eliminación de las emisiones de CO2.
Tenemos que decrecer en términos de CO2. Otro ejemplo concreto es sustituir el PIB o al menos complementarlo con un indicador de corte biofísico que nos permita tener las cuentas con la naturaleza claras. Y también con un indicador de logros sociales distintos.
Otro campo de políticas postcrecentistas tienen que ver con el reciclaje de los minerales, favoreciendo en la medida de lo posible una economía intensamente circular.
O el desarrollo de nuevos bienes comunes que permitan desarrollar una economía del compartir. Por ejemplo, bibliotecas de cosas, donde uno pueda ir en su municipio a una biblioteca donde tome prestado, qué sé yo, un taladro, un cochecito de bebé o un electrodoméstico que le haga falta sin tener que consumirlo individualmente.
En esta línea, resulta tremendamente interesante, y es una de esas victorias que generan esperanza, el sí a Yasuní, la consulta popular en Ecuador hace unas semanas.
El hecho de que un país decida soberana y democráticamente dejar combustibles fósiles en el subsuelo es una política netamente poscrecentista y además es un símbolo que supone un hito y un ejemplo para el conjunto de la humanidad.
Hablabas de desigualidad. Y llama mucho la atención que la mitad de la población del planeta, 4.000 millones de personas, son responsables de solo el 10% de las emisiones de CO2. Mientras que el 10% de la población del planeta es responsable de la mitad de las emisiones.
Las emisiones globales por deciles de riqueza dibujan una especie de copa terrible que muestra que la crisis climática es también el producto de una enorme injusticia.
Por eso la crisis ecológica es inseparable de la enorme crisis de desigualdad que el neoliberalismo ha exacerbado.
La era neoliberal vino a situarnos en unos niveles de desigualdad que son muy parecidos a los que dieron lugar, por ejemplo, a la Revolución Francesa. Un nivel de desigualdad que es casi incompatible con sociedades democráticas.
Por tanto, la batalla de la transición ecológica y la batalla de la justicia social son una. La gente más expuesta a la vulnerabilidad climática es la que menos responsabilidad climática tiene. Y esto es una aberración moral para cualquiera que crea en la igualdad humana.
Necesitamos como primera medida urgente, y es algo que se pueda hacer en un tiempo relativamente corto, volver a los parámetros de justicia fiscal que eran propios de las sociedades capitalistas en los años cuarenta, cincuenta, sesenta, es decir, una fiscalidad mucho más progresiva.
Tenemos que tasar los impuestos extraordinarios del capital, de los beneficios vinculados con las industrias fósiles, con las industrias contaminantes, y generar un proceso de redistribución de riqueza similar al que se vivió antes de la era neoliberal.
Podemos poner como ejemplo, con todas sus sombras, que tuvo muchas (raciales, de género), el New Deal de los Estados Unidos.
Es sorprendente, que en aquellos años el régimen fiscal en Estados Unidos aplicó tipos máximos impositivos a las rentas altas de un 95%.
Eso es como haber establecido, de facto, un salario máximo. Con unos niveles de justicia fiscal similares las posibilidades de una transición ecológica justa y rápida se multiplicarían.
Cuando se trata de la crisis climática, muchas personas se debaten entre la esperanza y el miedo. ¿Qué pensamiento final te gustaría dejar a los lectores?
Insistiría en la idea de que la transición ecológica es una enorme oportunidad para vivir mejor.
Y lo más útil que podemos hacer por ella, más allá de acciones individuales, es juntarnos con gente para trabajar juntos en pos de transformaciones políticas profundas que conviertan esta oportunidad en realidad.
Algo que independientemente de sus resultados, por el mero hecho de juntarse con afines para cambiar las cosas, supone un yacimiento de felicidad y una fuente de sentido vital muy importante.
Existe una retroalimentación entre la fragmentación neoliberal de las comunidades, el individualismo, la soledad y la creciente sensación de miedo.
Por tanto, el mejor antídoto contra el miedo es trabajar juntos por victorias ecologistas, que pueden ser muy distintas en muchos campos, más pequeñas o más grandes.
La clave es que más allá de las soluciones individuales, que importan, tenemos que redescubrir la pasión del trabajo colectivo.
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