Edición México
Suscríbete
Ed. México

El Imparcial / Columnas / notamigracion

Columna Huésped

Aquí voy a hablar de dos escritores mexicanos imprescindibles para entender cómo se ha ido constituyendo nuestra literatura. Juan José Arreola: Recuerdo algunos de sus programas de televisión que yo veía en Guadalajara cuando era un estudiante universitario, el impacto de su personalidad en los niños y jóvenes de los años setenta y ochenta del siglo pasado. De cabellera plateada, con su capa al vuelo, Arreola era todo un personaje salido de obras decimonónicas como El fistol del diablo y Juan Tenorio. Elegante a la usanza de otras eras más aristócratas, espadachín de la palabra con su capa de mosquetero en busca de trifulcas y su bastón de mando listo para esgrimirlo contra los forajidos de la cursilería, Juan José era él solo un circo portentoso. Actor nato al que le gustaba la atención del público, nunca estaba más feliz que rodeado de personas que le festejaban sus gracias. Pero no era un ser agresivo sino todo lo contrario: era frágil, de aspecto enfermizo, nervioso hasta el paroxismo, vital hasta la neurosis más espectacular, hasta la manía más candorosa, al que el ridículo le sentaba como un traje mandado a hacer y en vez de hacerlo risible lo volvía un hombre fuerte, perentorio, sagaz. Alguien a quien todos queríamos escuchar, seguir, descifrar. Al maestro Arreola lo conocí de lejos, alrededor de 1980, mientras grababa uno de sus programas, rodeado de asistentes asustados, bellísimas damiselas y declamadores sin maestro, en la plaza del palacio municipal de Guadalajara. Años más tarde, en 1992, en la Feria Internacional del Libro de la capital de Jalisco, hubo una comida en honor de Arreola al concedérsele el Premio Juan Rulfo. A la entrada del restaurante, un montón de autores y funcionarios culturales se aglomeraba para escuchar al maestro, muy en su papel de actor principal, quien nos contaba anécdota tras anécdota de su vida en la Guadalajara de los años cuarenta y su amistad con Juan Rulfo, sin que uno pudiera discernir qué tanto era verdad y qué tanto invención pura. Era, a todas luces, un genio oral que ya no quería regresar a la lámpara maravillosa de la literatura escrita por las angustias que ésta le ocasionaba. Por eso su fragilidad manifiesta al presentarse en público. Por eso sus incontables disfraces para ocultar a un niño tímido que luchaba por encarnar a los héroes de su infancia, a los personajes de novelas ejemplares. Cuando le comenté de su inolvidable figura en esos programas de televisión, Arreola sólo hizo una venia de caballero andante. Para él la literatura era como sacar una paloma de su sombrero: un acto de prestidigitación a la vista de todo el mundo. Un oficio público en la plaza de nuestras miradas, en la calle de nuestros afectos. Sergio Pitol: A Sergio Pitol lo conocí en la presentación de Ícaro, su antología personal de cuentos que le publicara la editorial Almadía, el viernes 3 de junio de 2011. Fue en la oficina de Virgilio Muñoz, director entonces del Centro Cultural Tijuana, quien nos presentó a un hombre alto, sonriente, afable, pero que tenía grandes dificultades para hablar por recientes problemas de salud. Los presentadores de su libro, Leobardo Sarabia Quiroz, Guillermo Quijas y yo, nos convertimos en sus amanuenses y traductores para un público que esperaba, en la sala de cine de la Bola, una interacción más directa, a viva voz, con un autor que todos reconocíamos ya como un clásico de la literatura hispanoamericana. Yo le comenté, un día más tarde, cuando me topé con él en la librería Gandhi, que su novela El desfile del amor (1985) me hizo vivir la ciudad de México de los tiempos de la Segunda Guerra Mundial como una experiencia narrativa vertiginosa y le expliqué que, cuando residía en Guadalajara en los años setenta del siglo XX, mucho de ese mundo a la vez urbano y rural, cosmopolita y medieval, me tocó vivirlo de cerca. Don Sergio asintió ante mis palabras, como un compañero más en la aventura de haber sido testigos de un México del que sólo quedan ruinas urbanas y novelas espléndidas, como las suyas, para corroborarlo. Luego, generoso como pocos, compró mi novela Moriremos como soles (2011) y prometió leerla. Ambos autores ya no están con nosotros en persona pero sí en verbo puro: sus creaciones literarias viven con nosotros, siguen narrándonos la vida nacional con su elocuencia insuperable, con su actuación perfectamente ensayada. * El autor es escritor, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.

Sigue nuestro canal de WhatsApp

Recibe las noticias más importantes del día. Da click aquí

Temas relacionados