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Aniversario

En el año de 1950, un veinte de noviembre y en pleno desfile de conmemoración del aniversario de la Revolución Mexicana.

POR EL DERECHO A LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN

En el año de 1950, un veinte de noviembre y en pleno desfile de conmemoración del aniversario de la Revolución Mexicana, llegó mi familia a Tecate. Yo tenía 10 meses de nacido, y no entendí cuál sería el impacto de ese suceso de arribar a un pueblo tan pequeño. Mis padres y sus familias provenían del Estado de Sonora, y venían buscando mejores espacios y oportunidades para afincarse por tiempo indefinido. En realidad, no tenían ningún otro plan porque venían a quedarse. Mentiría si dijera que el hermoso clima del pueblo, o sus calles adoquinadas, o sus grandes arboledas los convencieron de formar su hogar aquí. Tecate, en noviembre, está en la parte más avanzada del otoño, y con frecuencia tiene día de grandes, ruidosas, polvorientas y violentas tolvaneras. Que yo sepa, nadie disfruta los vientos que despeinan, que ensucian y que arrastran con todo lo que pueden, y lo que no, lo empolvan. Sin embargo, aquí seguimos y no nos iremos.

Ahora Tecate es una ciudad media, con según mis cálculos, unos 160,000 habitantes, si no es que más. Tiene la mayoría de sus ciudadanos arraigados, como lo demuestra la dinámica actividad de construcción de casas habitación. El fundo legal ha crecido hacia las zonas más elevadas del municipio, incrementándose el crecimiento de la mancha urbana. Esto ha traído como resultado la demanda de servicios públicos municipales; de empleo, de productos básicos para la alimentación, de transporte público municipal, de servicios profesionales de diversa índole y de escuelas de todos los niveles.

Quienes crecimos en Tecate extrañamos, sobre todo, la sobriedad del espacio para desplazarse. En aquellos años nadie batallaba para llegar a los comercios, pues eran escasos, y con artículos de la canasta básica, pero bien básica. Si se necesitaba algo especial, nos debíamos trasladar a
Tijuana. Por lo que la vida comunitaria de los tecatenses fue muy cercana, productiva en relaciones familiares y prolífica de amistades. Las muertes por enfermedades o accidentes eran poco frecuentes, por lo que la vida era pacífica y sencilla. Además de poder dormir afuera de las casas en el verano mirando la Vía Láctea, se escuchaba el cantar de los grillos y de las ranas, durante toda la noche. Así era el amado y anhelado viejo Tecate.

Los policías de aquellos tiempos eran surgidos de gente del propio pueblo, que todos conocíamos, que vivían aquí y con quienes nos topábamos diáriamente. No sé si porque todos estábamos igual de jodidos, o porque solo podían sacarle al ciudadano unos cuantos pesos, no exageraban con el cobro de mordidas. Eran conocidos como mordelones, pero te podías codear con ellos en las ferias o en las cantinas. No recuerdo que alguno de aquellos policías hubiera sido asesinado. Eran otros tiempos y los asuntos conflictivos o los desacuerdos se arreglaban uno contra otro. En Tecate, como en muchas ciudades, las noches de los velorios en la cuales primero dábamos el respetuoso pésame a las familias conocidas, y después los disfrutábamos en amenas pláticas repletas de
chismes y chistes, ya no existen. Ahora tenemos el temor de que nos acribillen los enemigos de los asesinos del difunto.

El vuelco que los tiempos han dado es extremo. Nada de lo que sucedía antes, existe ahora. A los viejos, el paso del tiempo nos ha ido disminuyendo, aflojando nuestras coyunturas, debilitando nuestras extremidades y entristeciendo nuestros recuerdos. Ahora no solo no conocemos a nadie, sino que tratamos de pasar desapercibidos, para evitar cualquier conflicto que se presentara. Ya no hay distingos, si un viejo es el objetivo, los sicarios dirigen sus armas contra él y lo aniquilan, así de sencillo. El riesgo de vivir en nuestra ciudad es alto. Estamos expuestos a las balas perdidas de un inexperto tirador, o a la precisión de un experto que sabe dónde poner la bala. Cualquiera de los dos
puede acabar con nuestra vida. La apacible y tranquila vida del pueblo se esfumó. No queda nada de ella. Ahora vivimos en la ciudad peligrosa y dentro del espacio de guerra que disputan los insensibles e implacables carteles. No podemos esperar nada de ellos, pero si debemos tratar de no
provocarlos y de estar al pendiente. Yo ya no festejo un aniversario de vida, sino un agradecimiento por seguir viviendo. Vale.

*- El autor es licenciado en Economía con Maestría en Asuntos Internacionales por la UABC.

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