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De la piedra al agua: la poesía de Lucía María Treviño

No es fortuito que en estos tiempos en que las reivindicaciones sociales, étnicas, sexuales y políticas toman la palestra en el mundo entero.

No es fortuito que en estos tiempos en que las reivindicaciones sociales, étnicas, sexuales y políticas toman la palestra en el mundo entero, los poetas y, sobre todo, las poetas reivindiquen no sólo su derecho a cantarle a la realidad desde su propia voz, desde su propio cuerpo, sino que exhiban las contradicciones innatas de un sistema cultural que ha dado predominancia al canto monolítico, al gran poema conceptual, al discurso masculino donde la experiencia de las mujeres es marginal, pasiva, hecha a un lado. Y si a eso le añadimos que, en la poesía mexicana, los grandes paradigmas han establecido que las cimas de la lírica nacional pasan por el poema magno, ese
que contempla el mundo desde las alturas de su genio: La suave patria (1921) de Ramón López Velarde, Muerte sin fin (1939) de José Gorostiza o Piedra de sol (1957) de Octavio Paz, entonces podemos comprender mejor las nuevas tendencias poéticas que han ido surgiendo a últimas fechas entre nosotros

En tal contexto, lo raro es que la poesía mexicana se haya tardado tanto tiempo en desafiar las pirámides sagradas de su propia historia literaria. En una república de las letras que se desvive por
hacer de lo poético objeto sagrado que no debe ser tocado ni con la mínima crítica, que mantiene un ceremonial de corte de los milagros como única versión válida de la poesía en nuestro país, lo habitual es considerar a los grandes poemas como dogmas que no deben ser empañados con
dudas y cuestionamientos, como si hubieran sido escritos por deidades sin mácula y no por seres humanos con sus propias necesidades y congojas, con sus obvios tropiezos y obsesiones.

Nuevos aires de libertad, sin embargo, se van colando dentro de estas enrarecidas catedrales del verso y bueno es que Lucía María Treviño (Mexicali, 1983), una joven poeta mexicana, norteña, se ponga a responder creativamente a un monumento tan glorificado como Piedra del sol y que lo haga no sólo en sus propios términos sino con una perspectiva de género. Su desafío está contenido en su primer poemario, Delta de sol. Este libro es prueba contundente de que la vida cortesana, de capillas literarias y poderes culturales, está dando paso ya a una democracia plena, a un diálogo de versos que expone cuerpos y mitos, deseos y antagonismos, conciliaciones y confrontaciones por igual. Treviño lo dice sin ambages: “hay un hartazgo general hacia ciertas formas y voces que han delineado y encasillado a la literatura mexicana. Pero las mujeres, más que los hombres, estamos escribiendo como una forma de liberación de estas formas”. Y el resultado de tal escritura subvierte el poema monolítico, lo sacude en su raíz.

Si Paz vistió su poema con mitologías prehispánicas y vivencias del siglo XX, incluyendo la Guerra Civil Española, Lucía María se concentra en sus experiencias personales como joven poeta del siglo XXI que no se viste con la historia o el cosmos ni pretende imponernos su voz de autoridad incuestionable. Treviño enfrenta al poderoso toro Paz, siempre a punto de embestir, con la mujer que no se deja atemorizar ante el tlatoani literario, como la joven que protesta ante el ídolo
impávido en su templo lleno de seguidores y discípulos.

Para Lucía María comenzar este poema fue plantearse quién era en realidad no sólo frente a Octavio Paz o la poesía mexicana en su camino de famas y celebridades, sino frente a sí misma y la condición humana. Porque Delta de sol es más que una simple declaración de principios desde el ser hecho palabra: es un acto de fe desde las múltiples verdades que convoca en sus versos, es música nueva que no quiere ser encarcelada en la retórica de los conceptos piramidales,
es reivindicación del cuerpo femenino como espacio de transformaciones y transfiguraciones, como territorio vital que no le debe al hombre su valor ni su discurso.

En suma, estamos ante un poemario que representa la voluntad de seguir adelante, de “ir más allá” hasta ser la dicha y el relámpago, la corriente infinita y el agua que “desborda el cuenco”, como
“tinta que reescribe un nuevo comienzo”: el de la poesía mexicana que cuestiona su propia tradición, su herencia de piedra dura, su cadena de sombras y prestigios. Con esos atributos está hecha
la poesía de Lucía María Treviño. Con ellos se planta, cara al futuro, en el panorama actual de la poesía mexicana.

*- El autor es escritor, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.

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