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Tu nombre bendito siempre vivirá

Aún recuerdo el olor a petróleo que desprendían los pisos de madera de la escuela Leona Vicario.

Beatriz  Limón

Aún recuerdo el olor a petróleo que desprendían los pisos de madera de la escuela Leona Vicario. El crujir de la antigua madera desgastada por las miles de pisadas de niños que, como yo, caminaban presurosos hacia las clases.

Quizás ellos también sintieron el chiflido del aire juguetón que se escabullía por los pasillos oscuros y despeinaba mis cabellos. Esos corredores, con sus entradas custodiadas por rejas, sugerían dos mundos distintos: el interior, que conducía a un laberinto de salones con techos abovedados y altos, y el exterior, donde el sol brillaba radiante entre el bullicio de los juegos infantiles y las risas desenfrenadas.

Es mágico para mí, cuando pienso que mi bisabuela Flora Castro De Grosso dio clases en esos salones llenos de eco, cuando la escuela apenas se estrenaba para puras niñas. Su hija Esther, mi amada abuela, fue una de las alumnas que caminaron sobre ese piso de madera. Cuando niña, me gustaba fantasear con la idea de que recorría sus pasos, o solía pensar, que quizás, también el aire juguetón despeinó sus cabellos.

Mi bisabuela fue una maestra muy querida por sus alumnos y los maestros, cuando murió decidieron velarla en el Salón de Canto, donde innumerables veces, en mi memoria infantil, la imagine dormida dentro de un ataúd rodeado de flores blancas. En su honor, un aula de la Leona Vicario lleva su nombre. En su honor, existe la escuela Primaria Flora C. De Grosso. En su honor, fui alumna de esa escuela. Y quizás si hubiera sido madre, también mis hijos hubieran caminado sobre esa madera chillante y esa explanada ancha de concreto donde nos congregábamos a cantar el himno nacional los lunes por la mañana.

Han pasado cien años, y los muros con balcones largos, escaleras anchas y angostas, el sótano profundo y húmedo, su techo poblado por miles de tejas rojas, siguen en pie. Quizás los fantasmas de mi infancia sigan agobiando a los nuevos alumnos, tal vez no, quizás su mente podría estar más centrada en un teléfono celular, que en las historias que se contaban por los pasillos de la Leona Vicario, como por ejemplo, que por la noche se escuchaba el piano en el Salón de Canto.

Fue un 8 de abril de 1924, cuando la Leona Vicario fue inaugurada por el entonces gobernador Abelardo L. Rodríguez. Primero, fue destinada para niñas. Se convirtió en escuela mixta en 1936. En 1950, su popularidad y sus resultados académicos lograron que se incrementara la matrícula, abriendo un segundo turno, el de la escuela vespertina Andrés Quintana Roo. Podías distinguir los distintos turnos por los uniformes, los de la mañana vestíamos de rojo, los de la tarde azul marino. Frente a la escuela, sobre la avenida Reforma se encontraba la funeraria Santa Elena, y muchos de los alumnos,entre ellos yo, íbamos por las galletas queofrecían cuando había un servicio. Fuela primera vez a mi corta edad que miréun cadáver, pero eso no fue impedimento para seguir yendo por galletas mientras esperaba que mi abuela me recogiera en su Chevrolet verde avispón modelode los cincuentas, imposible de ignorary del que sentía mucha vergüenza, porque me decían que se parecía al carro delSanto, el Enmascarado de Plata. Mi abuela lo sabía, pero solo sonreía pícaramentecuando agachaba mi cabeza en el asientode atrás.

Como esas anécdotas hay miles en mimemoria. Por eso hoy, extiendo una cariñosa felicitación a mi escuela querida, miLeona Vicario, por sus cien años de existencia.

Como su himno dice: “Pasarán las horas, pasarán los días, pero tu recuerdonunca pasará. En mis hondas penas, enmis alegrías, tu nombre bendito siemprevivirá”.

*La autora es periodista independiente para medios internacionales.

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