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Los misterios de Dios y este mundo

Hace un año mi vida cambió de manera drástica.

Hace un año mi vida cambió de manera drástica. Fue en un segundo, como si el tiempo se hubiera detenido en un instante, y de pronto, el silencio más verdadero, la nada, la oscuridad, el no ser y el no sentir.

De repente, como si emergiera de las profundidades del mar, irrumpí sobre las olas para dar una gran bocanada de aire y regresar a la vida. Me encontré entre el bullicio de una sala de emergencias, el olor a quirófano, los rostros desconocidos de los doctores y el zumbido atroz de las máquinas de hospital.

Ahí estaba yo, en medio de un momento desconocido, ajena a esa realidad, con muy pocas posibilidades de seguir en este mundo. Me aferraba a mi incredulidad, pero con un resquicio de conciencia que me encontraba en una situación extrema. Un terrible accidente me había sucedido. El 20 de junio se cumplió un año desde que un árbol me cayó encima, dejándome con serias lesiones, fracturas de columna y cuello que me obligaron a inmovilizarme durante meses.

Hace poco comentaba con mis editores sobre la importancia de darnos tiempo para nosotros mismos, dejar de poner en primer plano el trabajo o lo trivial. Les compartí sobre la situación de mi accidente y les dije que nunca me había sentido tan libre como en esos meses que permanecí sujeta a una estructura de metal que casi no me permitía moverme.

Durante ese tiempo, aprendí a valorar la quietud y la reflexión. Cada día era una batalla contra el dolor, pero también una oportunidad para redescubrirme y medir mis fuerzas. En mi lucha por mi recuperación, me sumergí en las entrañas de mi espíritu y aprendí a discernir sobre lo que vale la pena en la vida. Siempre sentí la mano de Dios en todo lo que me rodeaba. Comprendí, que lo que no se ve, es más real que lo que miramos con nuestros ojos.

Mis prioridades cambiaron. Ya no veía el mundo como el centro de mi existencia, sino como una parte de ella. Y poco a poco, empiezas a poner a un lado lo que no aporta peso en tu balanza. Aprendí a ver con claridad el negro y el blanco. Pude aprender a diferenciar sin titubeos entre lo falso y lo verdadero. Solo elegí lo que quería llevar conmigo y lo puse dentro de mi canasta, y lo que no aporta, lo hice a un lado.

Mi espíritu reboza de alegría, es como una fuente viva de donde siempre brota agua. Pero también sé, que esa fuente tiene que alimentarse, cuidarse y mantenerse. Eso se logra con amor, con paciencia, con misericordia, con esas pequeñas cosas que nos llevan a ser mejores seres humanos.

Cuando volteo hacia atrás, no puedo evitar pensar en la oportunidad de vivir este cambio en mi vida, agradezco cómo Dios me mostró el camino correcto, me abrió los ojos para entender sus misterios.

No soy muy religiosa, por eso, esto que se los escribo, se los comparto de corazón. La relación con Dios se construye desde el interior, y siempre va en acenso, como una escalera eléctrica, donde te es imposible retroceder.

A veces, me causa gracia cuando la gente me comenta: “eres afortunada, te dieron una nueva vida”.

Yo volteo, los miro, y les digo: “No necesita que te caiga un árbol en la cabeza para tener una nueva vida”.

Ustedes pueden tener una nueva vida, a todos se nos ofrece esa oportunidad. Esta uno en tomarla, o dejarla ir.

*- La autora es periodista independiente para medios internacionales.