Edición México
Suscríbete
Ed. México

El Imparcial / Columnas /

Las mamás de mis amigas

Las madres de las amigas son como una especie de bálsamo sanador cuando las heridas arden.

Beatriz  Limón

Las madres de las amigas son como una especie de bálsamo sanador cuando las heridas arden. Son esa extensión de tu propia madre. Están equipadas con ese calorcito con el que tanto aman a los hijos. Esa calidez tan reconfortante, que te obliga a abrazar lo que es prestado.

Conocí a Doña Elva cuando cursaba secundaria. Me hice amiga de sus hijas gemelas, Paola y Martha. Juntas hemos trascendido años, generaciones, triunfos, pérdidas, divorcios y nuevos comienzos. A decir verdad, una amistad de las que duran para toda la vida.

Recuerdo a su mamá siempre sonriente, amante de la cocina, devota de Dios, entregada a su familia. Una bendición completa. Imagínense, yo venía de una familia disfuncional, fracturada por un divorcio, obligada al exilio del primer hogar, al desprendimiento de las raíces.

Y allí estaba ella, con sus brazos abiertos, siempre dispuesta a mi persistente presencia. Junto a ella siempre tuve una mesa donde sentirme en familia, para compartir las enchiladas suizas, el salpicón, el caldo de res, los tacos al vapor, un desfile de suculencias que aún recuerdo con entrañable cariño. De ella aprendí que se puede ser feliz a diario. Colgarse un mandil y cocinar con amor, aunque sea para una misma, eso es felicidad.

También me enseñó que una no debe juzgar a las personas por su envoltorio, sino aprender a conocer el corazón de la gente. Ella jamás tocó mi llaga, esa herida que provoca el dolor de ser adolescente con un mundo partido en dos. Cuando los demás veían el desorden y la rebeldía, ella podía ver mi necesidad de sentirme amada. Hasta el día de hoy, su aceptación incondicional es un tesoro que guardo celosamente en mi corazón.

Hace poco tuve la fortuna que visitará Arizona junto a sus hijas. Fue un verdadero gozo poder cocinarle, abrirle mi hogar, compartir una misa en Sedona y abrazar un amor tan bonito. Quizás ella aún no sabe la huella que ha dejado en mí, pero es preciso decírselo, ahora, que todavía Dios nos presta vida.

Las madres de las amigas, en ocasiones se vuelven ese soporte cuando una de las patas de la mesa ha cedido a la presión de la vida, y el centro se tambalea, es con su amor compartido como logra estabilizarse el camino.

He visto a muchas de esas madres cobijando a los estudiantes foráneos, a los adolescentes olvidados, a los jóvenes sin rumbo, a los hijos que han perdido a sus madres biológicas, y se puede sentir la mano de Dios en ellas.

La vida da, la vida quita. Yo tuve el privilegio de tener una madre maravillosa a la que sigo amando desde este plano y que sin dudarlo, puedo decir que fue el regalo más maravilloso que me dio Dios. Pero hubo momentos en que me sentí perdida, y Doña Elva tomó mi mano dulcemente y me mostró el camino.

Han pasado tantos años, y ahora, que volví a verla, me volví a sentir como esa joven de 17 años dando tumbos por la vida, pero también volví a sentir ese amor de madre que me susurró al oído que “todo va a estar bien”.

Mi madre Rosita ya no está en este mundo, pero siempre habrá el amor de otras madres, como el de doña Elva, que te hacen sentir que nunca se han ido.

Como dice una canción que tanto me gusta: “La vida da y te sobra/La vida quita/Al final uno aprende bien/Los que se necesitan”.

*La autora es periodista para medios internacionales.

Sigue nuestro canal de WhatsApp

Recibe las noticias más importantes del día. Da click aquí