Desde otra patria
La llamé Chuchet, inspirada en una antigua leyenda cucapá...

La muerte de Chuchet
La llamé Chuchet, inspirada en una antigua leyenda cucapá. En una de mis visitas a la reserva indígena, mi querida amiga Toñita me contó la historia del “Cerro del Chuchetazo”. Según la tradición, en ese cerro aparecía un diablo con un miembro descomunal, que perseguía a los pobladores y los castigaba con él a latigazos. La imagen era tan surrealista y cómica a la vez, que no pude contener la risa. Fue así como decidí inmortalizar la leyenda en el nombre de mi perrita, un tributo travieso a la memoria oral del pueblo cucapá y a la complicidad de una amistad.
Lo cierto es que Chuchet terminó escribiendo su propia leyenda en mí. Conquistó no solo mi corazón, sino el de todos los que la conocieron. Tenía un don especial, una suerte de carisma innato que la hacía irresistible. No podía decirse lo mismo de Nuggets Alberto, mi otro perro chihuahua, quien, a diferencia de ella, no contaba con la virtud de ser amado sin esfuerzo, solo por existir.
Chuchet se fue mientras dormía a mi lado, se fue con la brisa fresca de marzo, con la misma paz que tantas veces me regaló en mis horas de oscuridad. Con la cadencia elegante de sus pequeñas caderas al caminar, el porte de una dama y esa mirada firme, casi altiva, de quien siempre tuvo el control absoluto de su mundo. Eso me enseñó Chuchet, entre otras tantas cosas, a guardar la calma pese a que el mundo se estuviera desmoronando a mi alrededor.
Cada vez que pierdo a uno de mis perros, me hago la misma promesa: no volveré a adoptar otra mascota. Pero inevitablemente, cedo ante la trampa del amor. Seducida por la lealtad silenciosa y el afecto incondicional de esos compañeros de cuatro patas, me encuentro nuevamente abriendo las puertas de mi hogar y de mi corazón.
Así llegó Chuchet hace más de 14 años. Una pequeña perrita chihuahua color miel que pesaba casi dos kilos. Fue un regalo que decidió quedarse, una presencia constante que me acompañó en cada capítulo, mis alegrías y tristezas, mis idas y venidas. Con una determinación inquebrantable, su único propósito parecía ser amarme. Y así fue.
También me recordó que el amor trasciende incluso después de la muerte. En medio de mi tristeza por su partida, mi gran amiga Valeria me tendió la mano y me ofreció un regalo eterno, un rincón en su jardín trasero, donde ahora Chuchet reposa bajo la sombra de una planta desértica. En una ceremonia íntima, su familia me acogió con una calidez que alivió mi duelo y me hizo ver con claridad que el amor sigue su curso. Es más real aquello que no se ve, que lo que creemos tocar con las manos.
Después de esta experiencia, marcada por la tristeza y el amor, busqué en la palabra de Dios un significado para la muerte de los animales. En mi búsqueda, me encontré con un versículo que resonó con una fuerza lapidaria en mi camino espiritual, un sendero que hoy sigo con más claridad que nunca.
“Porque la suerte de los hijos de los hombres y la suerte de los animales es la misma: como muere el uno así muere el otro. Todos tienen un mismo aliento de vida; el hombre no tiene ventaja sobre los animales, porque todo es vanidad”. Eclesiastés 3:19
Así es. Ambos compartimos el mismo destino, la muerte. No hay excepciones, ni para ellos ni para nosotros. Es una lección firme para la humanidad, todo lo que creemos relevante es, en el fondo, vacuo. Porque el único camino verdadero no se encuentra en este mundo, sino más allá del sol y la luna, de los astros y las galaxias. En un mundo celestial.
Para mí, Chuchet vino a recordarme que esta vida carnal es efímera, como el paso sutil del otoño al invierno. Su partida reforzó que mi propósito debe estar en lo eterno, en lo que no se ve. Me vino a reafirmar que el amor y el espíritu, cuando se cultivan, siempre trascienden.
La autora es periodista independiente para medios internacionales*
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