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Los efectos de la radiación de Chernóbil en nuestro ADN

Cuando las partículas radiactivas interactúan con alguna de las bases nitrogenadas, pueden provocar su alteración o su pérdida.

Una noche de abril de 1986, en la ciudad de Chernóbil tuvo lugar el mayor accidente nuclear de la historia. La tapa del reactor 4 estalló dejando al descubierto el núcleo del reactor y, con él, un enemigo invisible que avanzaba implacable: la fuerte radiactividad emitida.

Vivir en el mundo de Fallout 4 desde luego no tiene que ser nada fácil. Desde los tiempos de Marie Curie sabemos que la radiactividad puede tener consecuencias severas en nuestra salud. Y, desde luego, si alguna vez hubo una zona parecida al escenario de dicho videojuego, esa fue Chernóbil el día del accidente. Tanto como para que, aún a día de hoy, sigamos preguntándonos si es seguro viajar allí.

¿Qué hace la radiactividad a nuestro ADN?

La forma que tiene la radiactividad de afectar a otras moléculas, ya sean nuestras o de cualquier otro organismo, es mediante la emisión de partículas. De tres tipos para ser exactos: alfa, beta y gamma. Dependiendo de contra qué “choquen” estas partículas, se producirá un cambio u otro.

Cuando las partículas radiactivas interactúan con alguna de las bases nitrogenadas, pueden provocar su alteración o su pérdida. Foto: Pixabay

Nuestro ADN está formado por una sucesión de 4 bases nitrogenadas: adenina (A), guanina (G), citosina (C) y timina (T). Una combinación asombrosamente larga (aproximadamente 6 400 millones por célula) de estas cuatro letras conforma nuestro ADN, algo así como nuestro código de barras.

Cuando las partículas radiactivas interactúan con alguna de las bases nitrogenadas, pueden provocar su alteración o su pérdida. Por ejemplo, puede suceder que donde debe haber una A, haya una C o una T, o sencillamente nada. Es lo que se conoce como mutación. Y puede ser peligrosa si afecta a uno o varios genes que sirvan para el funcionamiento de nuestro cuerpo.

Entonces, si heredamos los genes de nuestros padres, ¿podemos heredar genes mutados por la radiactividad?

Los hijos de Chernóbil

Los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki durante la Segunda Guerra Mundial hicieron que muchos científicos se planteasen esta pregunta. Para comprobar si estos “genes defectuosos” pasaban a los hijos, estudiaron el genoma (todos los genes) de las personas que vivían en zonas cercanas a Chernóbil.

Concretamente se analizaron los genes de personas que habían ayudado a limpiar la zona y que habían estado expuestas a la radiactividad. Luego se estudiaron los genes de los hijos que habían nacido como máximo 15 años después de la fatídica noche del accidente.

Los genes de los descendientes de los “limpiadores” eran normales y no se diferenciaban de otras personas de la misma edad que viviesen lejos de Chernóbil. La conclusión era simple: la radiactividad de Chernóbil no tenía efectos, o eran mínimos, en los hijos de los que vivieron el accidente nuclear.




Yodo, píldoras y cáncer de tiroides

La glándula tiroides es un pequeño órgano situado en la garganta. Se trata de un órgano de gran importancia para nuestro metabolismo. Además, es el lugar donde se acumula la mayor cantidad del yodo que tomamos de los alimentos.

Pues bien, existe una forma del yodo, llamada yodo-131, que es radiactiva y se produce en el núcleo de centrales nucleares, como consecuencia de la explosión de bombas atómicas y otros procesos. La radiación del yodo-131 puede llegar a causar cáncer de tiroides, ya que da lugar a pequeñas “roturas” del ADN que nuestras células no saben reparar bien.

En Chernóbil se liberó una cantidad importante de este yodo-131 que pudo acabar depositado en la vegetación de la zona. Y claro, algunos animales la incorporaron al comer. Sin ir más lejos, las vacas producían leche con yodo-131 que las gentes de Chernóbil podían consumir.

Por esta razón, durante un tiempo tras el accidente, la gente tomaba píldoras de yodo. La práctica se basaba en una simple idea: si la tiroides incorpora yodo “normal” no podrá incorporar el yodo-131 y los efectos de la radiactividad serán menores.

Las píldoras de yodo, consumidas a tiempo, podían prevenir el cáncer de la tiroides. Sin embargo, no evitaban el efecto del yodo-131 sobre otras partes del cuerpo que no fuesen la tiroides, ni protegían frente a otros elementos radiactivos como el cesio-137, también emitido después de la explosión de Chernóbil.


La Dra. Ulana Khomyuk, en la serie Chernóbil, recomendando el consumo de píldoras de yodo tras el accidente.
Serie Chernóbil - HBO (2019)

Consecuencias en la tiroides

Recientemente se han estudiado los casos de personas con cáncer de tiroides que, de pequeños, habían estado expuestos a la radiactividad del yodo-131 liberado en Chernóbil. El objetivo era escudriñar el genoma de estas personas en busca de posibles cambios en genes a causa de esta radiación.

Lo que encontraron fue que la radiactividad de Chernóbil había causado roturas en el ADN, y durante su reparación por parte de las células se habían fusionado y mezclado genes. Es como si al intentar pegar los trozos de una carta hecha añicos unimos mal los trozos: la carta pierde el sentido. Exactamente esto pasa con los genes: al fusionarlos no pueden llevar a cabo correctamente sus funciones y se producen alteraciones en nuestro organismo.

A pesar de las consecuencias que tuvo el desastre de Chernóbil, hay que tener en cuenta que se trata de una situación excepcional, cuyos errores no deben repetirse. Pero sin renunciar a la energía nuclear, que debe ser un pilar para luchar contra el cambio climático, como sostiene Alfredo García en su libro La energía nuclear salvará el mundo.

Por otro lado, que ocurran tan fácilmente estas mutaciones nos da una idea de la fragilidad de nuestro ADN, incluso estando protegido dentro de nuestras células. Si bien, al igual que con la energía nuclear, no hay que demonizar el término “mutación”, dado que a veces estas son beneficiosas y nos ayudan a evolucionar como especie.

José Mora Perujo, Investigador predoctoral - Biología Molecular y Bioquímica., Universidad de Málaga y Delphine Pott, Postdoctoral fellow, Universidad de Málaga

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.


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