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La Frontera Invisible

Si en las universidades que son espacios donde el debate y la libre discusión de ideas deberían ser respetados no se toleran las ideas contrarias, cómo esperar diálogos civilizados entre bandos políticos opositores. Tendría yo unos dieciséis años de edad cuando le presté a mi novia Las Llaves del Reino, una novela de A. J. Cronin que narra la vida y las vicisitudes de un sacerdote que se va de misionero a China. Le di esa novela porque su mamá me pidió que escogiera un libro apropiado para su hija, una señorita “decente” y pensando que lo importante era el contenido aunque reconozco que nunca recordé que en los diálogos de la novela había una o dos groserías. Un detalle que, la verdad, me importaba un bledo. El olvido, sin embargo, tuvo consecuencias: a mi me costó un regaño serio y a mi novia la ignorancia temporal pues nunca más me atreví a prestarle un libro. La anécdota viene al caso porque este domingo leí en la primera plana del New York Times una nota en la que la reportera Jennifer Medina informa que en la Universidad de California en Santa Barbara, en Oberlin College en Ohio, en Rutgers, en Nueva Jersey, en la Universidad de Michigan, en la George Washington en la capital del país y en varias otras más, diversos grupos de alumnos exigen que se le ponga una etiqueta de advertencia a los libros que pueden tener escenas o lenguaje ofensivo para cierto tipo de personas pero que son obligatorios para el curso. Según esto, por ejemplo, habría que advertir al lector que el tema de El Mercader de Venecia de William Shakespeare podría interpretarse como anti-Semita que Mrs. Dalloway de Virginia Woolf trata el temas del suicidio o que El Gran Gatsby, de Scott Fitzgerald, contiene “escenas de abusiva violencia misógina”. En este mismo sentido, Medina cita el caso de una estudiante de Santa Barbara que después de ver en clase una película en la que había una violación le sugirió al profesor que debió prevenir a los estudiantes sobre esa escena. No dudo que una escena de estas puede causar un malestar profundo en cierto tipo de jóvenes, el problema es donde trazar los límites. ¿Qué puede hacer un profesor que enseña la Biblia con su catálogo de horrores que van del asesinato al incesto? ¿Cómo enseñar la relación entre Edipo y su madre Electra? ¿Cómo puede mostrarse el arte de los expresionistas alemanes a un joven que piensa que “toda forma de violencia es traumática”, como dice el borrador de una guía a los profesores de Oberlin? Los defensores de las advertencias dicen que la guía sugiere “prácticas pedagógicas responsables” y no obliga a los profesores a cumplirla. El problema es que una vez aprobada la guía es improbable que un profesor no sentiría la presión para ajustarse a ella. Otro incidente que desde mi perspectiva tiene el mismo problema de origen es algo que cada día es más común, la objeción de un grupo de alumnos a que un orador invitado de el discurso de graduación en una universidad. Una objeción que por lo general orilla al orador a declinar la invitación o a la Universidad a des-invitarlo. El ultimo caso fue el de la directora gerente del Fondo Monetario Internacional, Christine Lagarde que había sido invitada a hablar en Smith College, muy probablemente la más prestigiada universidad femenina en Estados Unidos, pero declinó la invitación porque 500 estudiantes se pronunciaron en contra no tanto de ella sino de la institución que a juicio de los activistas ha propiciado “el desarrollo fallido de los países más pobres del mundo …y fortalecido sistemas imperialistas y patriarcales que oprimen y abusan de las mujeres”. Antes de Lagarde, la vetada fue Condolezza Rice, ex secretaria de Estado en la presidencia de George W. Bush, que debió hablar en Rutgers y antes que ella la feminista de Somalia Ayaan Hirsi Ali, un activista de los derechos humanos no pudo hablar en Brandeis por “su record de declaraciones contra el Islam”, según sus críticos. De la quema no se ha salvado ni el defensor por excelencia de las minoría sexuales y de los migrantes indocumentados, Robert J. Birgenau, ex Presidente de la Universidad de California en Berkeley, por haber ordenado el desalojo por la fuerza de un grupo de activistas que se habían posesionado de una plaza dentro de la Universidad. Según la fundación por los Derechos Individuales en Educación, entre 1987 y 2008, hubo 48 protestas a discursos pero a partir de 2009 el número de protestas ha aumentado hasta un total de 95. La protesta, en muchos casos no ha derivado en suspensión del discurso pero la lista de vetados es por lo menos extraordinaria porque no se distingue por el celo ideológico en un solo sentido, es decir, incluye a personalidades de todas las ideologías. Lo que a mi más me sorprende de todas esta manifestaciones de intolerancia es que sucedan en universidades, es decir, en espacios cuya misión central es el debate, la controversia y la libre discusión de ideas. Y si esto sucede en espacios como estos cómo puede extrañarnos que en espacios más polarizados, como por ejemplo el de la política, no haya un diálogo civilizado y constructivo entre republicanos y demócratas, entre el poder ejecutivo y el legislativo. Vivimos tiempos de intolerancia. *El autor es analista político. Estudió Filosofía en la UNAM. Actualmente escribe en 19 periódicos de 12 países.

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