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Francisco M. Rodríguez, el testigo incómodo

La errancia fue el primer destino de Francisco M. Rodríguez (Chihuahua, 29 de septiembre de 1886-Tijuana, 11 de noviembre de 1988) y sólo se arraigó en Tijuana, después de haber sido soldado villista en la revolución.

La errancia fue el primer destino de Francisco M. Rodríguez (Chihuahua, 29 de septiembre de 1886-Tijuana, 11 de noviembre de 1988) y sólo se arraigó en Tijuana, después de haber sido soldado villista en la revolución. Le tocó luchar contra las tropas estadounidenses de la expedición punitiva en su estado natal y saber lo que era la persecución y la derrota. En el libro de entrevistas, Puente México (1991), coordinado por Mayo Murrieta y Alberto Hernández, Rodríguez cuenta que llegó a Baja California en 1920, después de haber de migrante en los Estados Unidos. Lo primero que descubrió al llegar a la frontera es que “el coronel Cantú manejaba todo el vicio en Tijuana. Los fumaderos de opio bullían como ahora las mercerías, tiendas de frutas o establecimientos de bebidas. En Baja California había como unos 60 mil chinos en los campos agrícolas. Mientras los políticos se enriquecían con el fomento del vicio, el pueblo bajacaliforniano se hacía a empujones, limpio de esas porquerías.”

Los primeros trabajos que tuvo fueron de lavaplatos y pelador de verduras en el hipódromo, siendo el primer mexicano en ser mesero ante el escándalo de los demás trabajadores, todos estadounidenses: “no me podían ver porque soy oscuro de tez y porque los mandaba y ganaba lo mismo que ellos.” En poco tiempo el joven Francisco se convirtió en líder obrero, de los que no se callaban la boca ante los abusos de políticos mexicanos y empresarios extranjeros. Terco, honesto, deslenguado, Rodríguez decía sus verdades a los poderosos sin morderse la lengua y pronto se le conoció en toda la región con el apodo de Boca Brava. No olvidemos que los casinos y demás establecimientos dedicados a la industria del vicio en la frontera eran la fuente de ingresos de miles de familias bajacalifornianas. Y es que, como bien decía Francisco M. Rodríguez, la lucha por expulsar a los extranjeros y colocar a los mexicanos en todas las labores y empleos de esta industria había sido una batalla que duró toda la década de los años veinte y que se vio, en muchas ocasiones, obstaculizada por las propias autoridades del Distrito Norte de la Baja California.

Murrieta y Hernández dicen, en Puente México, que gente como Francisco M. Rodríguez “son mexicanos anónimos que hoy emergen llenos de pasión defendiendo el terruño fronterizo.” Y señalan que Boca Brava “con tesón llegó a convertirse en el primer jefe de cocina mexicano del viejo hipódromo, por encima del personal de gringos que lo humillaban en su propia tierra. Fundó los primeros sindicatos de Baja California, fue uno de los primeros promotores en la fundación de la colonia Libertad, y combatió en sus periódicos obreristas el antinacionalismo y la corrupción.”

Y Francisco recuerda, tanto en la entrevista de Puente México como en su libro en dos tomos Baco y Birján. Una historia sangrante y dolorosa de lo que fue, y es Tijuana (Baco es el dios del vino y el éxtasis, mientras que Birján es el dios del juego), obra publicada en 1968, que la colonia Libertad “la hicimos sin el gobierno, sin depender de las autoridades, más que de nuestras ideas y esfuerzos”. Ya Jorge A. Bustamante, el fundador del Colegio de la Frontera Norte, lo dice en el libro Historia de Tijuana (1989) cuando afirma que la fundación de la colonia Libertad fue “la expresión urbana de la conquista obrera”, siendo Francisco M. Rodríguez, fundador de sindicatos de trabajadores en Tijuana, el obrero mayor. Su libro es la historia de Tijuana desde la mirada de los de abajo, de los que agitaron la industria del vicio e hicieron de esta ciudad fronteriza un baluarte de mexicanidad.

Su libro es esencial para comprender cómo se vivió, en carne viva, estos momentos críticos para el desarrollo de Baja California. Y es una lección de que la historia también sirve para poner el dedo en la llaga, para denunciar lo que está mal y perjudica a la comunidad en la que el autor trabaja. El silencio que pesa sobre Baco y Birján da cuenta que, a tantos años de su publicación, sigue levantando ámpulas entre las clases pudientes de Tijuana, siga amargando el discurso del progreso al recordarnos que esta urbe, como las pirámides de Egipto, no la construyeron los faraones de la política ni los aristócratas del dinero, como tantos historiadores cortesanos se empeñan en pregonar, sino los trabajadores que la levantaron con sus manos, con su labor incesante, con su solidaridad.

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