Un edificio, una comunidad
Si hacemos memoria, el palacio de gobierno de nuestra entidad (hoy rectoría de la UABC) fue, en muchos sucesos primordiales de nuestro desarrollo como sociedad.
Si hacemos memoria, el palacio de gobierno de nuestra entidad (hoy rectoría de la UABC) fue, en muchos sucesos primordiales de nuestro desarrollo como sociedad, el sitio donde se llevaba a los alborotadores de cada época (anarquistas, campesinos, ejidatarios, obreros en plan de huelga, braceros, guerrilleros urbanos y migrantes) para darles una lección frente al status quo prevaleciente. Un lugar de castigos, de confesiones a la fuerza, de la ley puesta al servicio del poder en turno. Para que los empresarios se sintieran tranquilos. Para que la impunidad y la corrupción prevalecieran como negocio redondo, como función pública.
El hoy este edificio sigue siendo un lugar que es más que la suma de sus toneladas de concreto y mampostería, más que el cúmulo de sus pasillos y salones y oficinas, más que el listado de sus direcciones y departamentos, más que la historia de sus festejos y galas. Un mundo que cuenta con un aura de misterio, con un sentido de asombro, con un relato que existe en esa tierra ambigua donde todo es posible mientras alguien la relate, mientras alguien la escuche. Porque en este edificio emblemático también es un sitio donde se reúnen los fantasmas de nuestra historia regional.
Imaginemos al coronel Esteban Cantú visitando las obras en progreso que no le tocarían inaugurar; al general Abelardo L. Rodríguez firmando decretos para modernizar la educación en Baja California; a los grupos político yendo a negociar puestos y prebendas; a los artistas del espectáculo, como Cantinflas o Roberto Soto, dejándose apapachar por los funcionarios públicos; a los actores Ricardo Montalbán y George Murphy posando para las cámaras con el gobernador Alfonso García González para poder filmar en el propio palacio de gobierno las escenas de la película Border Incident (1949;, a Ulises Irigoyen, José Revueltas y Fernando Jordán buscando entender el espíritu emprendedor de los bajacalifornianos; a los bailes de etiqueta que sirvieron para festejar el cincuenta aniversario de la ciudad en 1952; a los solicitantes de terrenos que se aglomeraban alrededor de Braulio Maldonado; a los morbosos que fueron a ver el cuerpo del gobernador Eligio Esquivel para cerciorarse de su muerte; a los jóvenes universitarios que creían que el futuro les pertenecía mientras paseaban por el patio central después de que el gobernador Milton Castellanos les donara tal inmueble; a los burócratas que salían en tropel cuando los terremotos de 1927 y 1940 zarandearon el edificio; a los boleros que esperaban a su clientela en los jardines, donde incluso llegaron a plantarse enormes nopaleras en los años treinta; a las bandas de guerra que saludaban al lábaro patrio frente a la fachada del palacio; a los artistas que daban conciertos y recitales en el teatro al aire libre inaugurado en 1927; a los artistas plásticos que pintaban sus murales en cualquier hueco donde les dieran permiso; a los actores y actrices en sus diálogos teatrales; a los escritores e historiadores con sus manuscritos bajo el brazo que llegaban en busca de un asilo editorial para sus obras en los sótanos del edificio; a los fotógrafos que, al término de las ceremonias de graduación, pedían a los participantes que se juntaran para que todos salieran en la foto; a los productores de Radio Universidad que no cejaban de entrevistar a quien se dejara; a las parejas que buscaban la soledad para sus primeros escarceos amorosos; a los vagabundos que veían los jardines del edificio como un santuario.
Y no se puede dejar de mencionar a los trabajadores de base, a todos esos que mantuvieron sus instituciones en marcha frente a máquinas de escribir, fotocopiadoras, faxes y computadoras que pesaban una tonelada, en escritorios llenos de documentos por firmar y ya firmados. A todas las secretarías que sirvieron café con la sonrisa en los labios y tomaron el dictado a sus jefes sin perder ni una palabra. A todos los conserjes que limpiaron pisos y ventanas para que este edificio siguiera funcionando a su mejor capacidad. A todos los jardineros que embellecieron el paisaje urbano y a todos los vigilantes que cuidaron autos y pertenencias de quienes han laborado en este centro de trabajo. A todos esos fantasmas que siguen allí, al pie del escritorio, paseando en los pasillos, fieles a sus horarios, leales a un pasado que brilla aún con la luz del tiempo, porque ellos y ellas lo mantuvieron, lo vivieron, lo experimentaron como un microcosmos de todo lo que somos como comunidad. Un símbolo arquitectónico. Un monumento vivo.
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