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Megalópolis

“La suerte está echada.” Con esta frase, atribuida a Julio César, inicia Megalópolis, que podría ser la última obra de Francis Ford Coppola.

Manuel  Ríos Sarabia

“La suerte está echada.” Con esta frase, atribuida a Julio César, inicia Megalópolis, que podría ser la última obra de Francis Ford Coppola. Inició a escribirla en 1983 y después de varios intentos a través de las décadas, finalmente, a sus ochenta y cinco años, la ha materializado. Se trata de un gran manifiesto humanista lanzado al mundo, ante un público que quizá no tenga la paciencia para recibir el mensaje.

Inspirada someramente en eventos (personajes) de la conjuración Catilina (Lucio Sergio Catilina intentó tomar el poder de Roma en 63 a.C.), Megalópolis se desarrolla en Nueva Roma, una versión estilizada de Nueva York, que representa a un imperio en la cúspide, justo a punto de caer. Una nada sutil representación de la actualidad de los Estados Unidos. Cesar Catilina (Adam Driver) es un arquitecto ganador del premio nobel por su descubrimiento del fantástico megalón, su proyecto consiste en usar dicho material para construir un paraíso urbano que beneficiará a todos sus habitantes, fomentando una vida de armonía y cooperación. El alcalde Franklyn Cicero (Giancarlo Esposito) y otros personajes poderosos se oponen a la utopía de Catilina, defendiendo el status quo que los beneficia económicamente.

Con esta premisa Coppola da rienda suelta a su sueño sobre la pantalla y lo llama una fábula. Construye un mundo que es definitivamente kitsch y evidentemente camp, juega con diálogos de Shakespeare para expresar a sus personajes, que citan a Marco Aurelio y a la poesía de Safo por igual. Este sitio, de primera impresión, parece salido de una viñeta de Art School Girls of Doom, de los sets claustrofóbicos de Dr Caligari (la de Stephen Sayadian no de Robert Wienne) con escenarios virtuales donde se puede caminar sobre vigas que cuelgan fuera del edificio Chrysler y con estatuas que se desvanecen ante la decadencia del mundo que las rodea. Por momentos hay similitudes con el Batman de Adam West, el de Schumacher. Hay visos de Lang, Fellini y Meliés, incluso algo recuerda al críptico Cremaster de Mathew Barney, con su fetiche/adoración por el Chrysler. Las actuaciones podrían resultar desconcertantes (incluso malas) si no se está dispuesto a participar en el juego, en realidad, son de una excesiva teatralidad, todos sincronizados en el mismo registro. Una farsa.

Así, en el artificio del diseño de producción y los excesos histriónicos (Shia LaBeouf canaliza a Corey Feldman si este fuera Trump), Coppola plasma, casi en tiempo real, la urgencia de una actualidad que ha comenzado a devorarnos; y lanza un grano de optimismo al universo. ¿Es suficiente? ¿Aún está a tiempo?

Conforme se desenvuelve, algo sucede, lo que parecía ser la película experimental más cara de la historia (Coppola invirtió 120 millones de dólares), evoluciona, se transforma en algo distinto, algo mejor, algo brillante. Lo que aparentaba ser un comentario satírico, similar a El Palacio de Polanski, se mueve en la dirección opuesta… apostando por la luz.

Catilina es prácticamente un superhéroe, descubrió un material imposible, tiene la facultad de detener el tiempo a voluntad (una alegoría sobre la creación artística), pero a diferencia de los que vuelan, disparan rayos y se cuelgan de telarañas, él, busca mejorar la vida para todos, a traves de una sociedad iluminada que trabaje, y disfrute, por el bien común.

La tendencia no es destino. Podemos resolver cada problema. Hagamos un mundo mejor. Exclama Coppola. Su Megalópolis es más efectiva que la psicomagia de Jodorowsky, es mucho más cercana a un hipersigilo de Grant Morrison, en su intención de manifestar una mejor realidad. Un hechizo para crear un nuevo universo.

“Somos de la misma sustancia que los sueños, y nuestra breve vida culmina en un dormir.”

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