El tiempo que tenemos. Dir. John Crowley
La convivencia cotidiana de una pareja que ya tiene tiempo de vivir juntos.
La convivencia cotidiana de una pareja que ya tiene tiempo de vivir juntos. Los últimos días de embarazo. Los primeros dolores indicando que algo no está bien. El terrible diagnóstico de cáncer de ovarios. La decisión entre vivir una vida plena, el tiempo que sea posible o vivir miserables meses de agotador tratamiento.
No se trata de “spoilers” que arruinan la historia, todo esto sucede durante los primeros minutos de película (y prácticamente toda esa información aparece también en los cortos promocionales). Adicionalmente, lo anterior sucede con saltos temporales, hacia adelante y hacia atrás. Volviendo al inicio, Tobias (Andrew Garfield) está viviendo con su padre y, durante un viaje de negocios, a punto de firmar su divorcio. Después de comprar una pluma para poder plasmar su firma en los documentos, es atropellado al cruzar la calle. En el hospital durmiendo frente a él, en la sala de espera, Almut (Florence Pugh), resulta haber sido quien lo arrolló. En efecto, un típico “meet cute”.
Aunque todos los elementos de la trama exhiben, sin lugar a dudas, los trillados aspectos de los melodramas tipo Hallmark, en realidad, el director irlandés, John Crowley, rescata algo mucho más clásico, e intenta inyectarle algo de postposmodernismo. Se podría decir que su intención es conjurar una versión de “Algo para recordar”, dirigida por Godard. Lo que logra es refrescar los cansados tropos del melodrama romántico.
Los saltos cronológicos, que podrían parecer un simple artilugio, sirven realmente para mostrar la evolución de una relación amorosa desde otro punto de vista, el de la memoria. Haciendo mucho más interesantes los eventos con los que se enfrentan los dos personajes al convertirse en una pareja y exhibiendo el fenómeno que sucede cuando sus ideas prestablecidas y sus principios se transforman inesperadamente. La inevitable consecuencia de su nueva simbiosis… acomodando a la vida misma.
Sin duda, el ingrediente secreto que brinda su emotivo sabor a la cinta está en las actuaciones de Garfield y Pugh, su química es inmejorable. Desde su interacción inicial hasta la subsecuente compenetración que se genera entre ellos. Todas las etapas por las que transitan, del enamoramiento y la atracción sexual hasta la mutua adoración. En este aspecto, y por la forma en que la pareja está prácticamente aislada en un mundo propio, con mínimas intervenciones de otros personajes, casi se podría tratar de una obra de teatro y por la misma razón las actuaciones brillan constantemente. La dupla logra transmitir, más allá de los límites de la pantalla, la inefable sensación del amor, el aventurarse a ese espacio desconocido y descubrirlo de la mano de alguien más y el milagro que representa encontrar precisamente a esa persona, la indicada, que hará que todo valga la pena.
Pero Almut tiene el tiempo contado y su recorrido, desde la diversidad hacia la heteronormatividad, no ha eliminado su necesidad de realización profesional, al contrario, la ha incrementado. Ahora siente la urgencia por ser más que sólo una madre para su hija, de regalarle algo más para que pueda recordarla y de demostrarle quien es su madre en realidad. Su última prueba está en encontrar el equilibrio y saber identificar que existe un momento para cada cosa y lo esencial está en saber elegir, para aprovecharlo mientras es aún posible.
Un melodrama con la dosis justa de sacarina para evitar ser empalagoso y con una receta lo suficientemente refrescante como para poder repetir. El impecable trabajo de Pugh y Garfield eleva el trillado material hasta un terreno memorable, y genuinamente reconocible, de la experiencia humana. Un bienvenido recordatorio, a manera de bálsamo, de lo valioso que es cada instante.
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