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Recuerdos del Centro Cultural Tijuana

Conocí el Centro Cultural Tijuana (Cecut) cuando solo era la bola, cuando era fácil reconocerlo desde lejos porque escasos edificios lo rodeaban.

Gabriel  Trujillo

Conocí el Centro Cultural Tijuana (Cecut) cuando solo era la bola, cuando era fácil reconocerlo desde lejos porque escasos edificios lo rodeaban. Fue a mediados de los años ochenta del siglo pasado, cuando Tijuana aún no perdía del todo su aire pueblerino, pera ya iba perfilándose como una metrópoli cultural. Fue el cine más que la literatura lo que me condujo al Cecut. Por el cine ajeno fui al Omniteatro y por el cine propio tuve mi primera participación en sus recintos. La culpa de lo segundo la tiene Víctor Soto Ferrel, el entonces incansable promotor del cineclubismo universitario en toda la entidad, que me invitó a presentar Rimbaud (1987), mi debut y despedida como director de video de ficción, en la sala audiovisual del Cecut, en el marco del Primer Festival de Cine y Video en la Frontera, que se llevó a cabo el 18 y 19 de junio de 1987. Allí estuve, presentando mi ópera prima, junto con los críticos Andrés de Luna y Gustavo García, el historiador Fernando del Moral, el director Nicolás Echeverría y los participantes locales de la incipiente escena visual de aquella época: Sergio Ortiz, Alejandro Treviño, Guadalupe Rivemar y Álvaro Carvacho.

Con el correr del tiempo, el Cecut se convirtió en mi campo de juegos favorito para disfrutar las manifestaciones creativas locales, nacionales y mundiales. Allí, en sus salas y pasillos, en sus cafeterías y oficinas, pude ser testigo y participante de múltiples acontecimientos que marcaron el rumbo de la cultura fronteriza, que influyeron significativamente en la cultura mexicana. En sus amplios espacios pude ver a María Félix ser arropada por el fervor popular; a Carlos Fuentes hacer de la frontera una aventura narrativa; a Marta Palau esbozar su monumental proyecto del salón de los estandartes; a Rubén Vizcaíno promulgar su credo artístico; a los poetas de la frontera sur conocer a sus pares de la frontera norte; a Jorge Ruiz Dueñas, Federico Campbell, Daniel Sada y Fernando Sánchez Mayáns ser los hijos pródigos volviendo a casa; a Carlos Monsiváis reflexionar sobre México como un mosaico de promesas por cumplir, de cumbias por bailar; a Cesaria Evora cantarnos desde la saudade portuguesa, desde la ancestral voz de África; a la Orquesta de Baja California, dirigida por Eduardo García Barrios, Eduardo Diazmuñoz y Roberto Limón, que fue creciendo hasta convertirse en un orgullo de nuestro estado; a Sergio Pitol dándonos su amistosa prestancia desde el silencio más alto.

Vuelvo a dejar que la memoria suelte sus amarras, que las imágenes del pasado regresen en su marejada de instantes irrepetibles. No olvido, entonces, un atardecer en Tijuana, en el Encuentro de Escritores de las Fronteras. Es 1988 y estamos Eduardo Cruz Vázquez, periodista cultural y miembro del Programa Cultural de las Fronteras, y yo en las escalinatas del Centro Cultural Tijuana mirando el tráfago de la vida fronteriza: filas de autos que se encaminan al otro lado, romería de escritores que discuten la vida literaria de sus respectivos estados: desde Nuevo León a Chiapas, desde Baja California a Tamaulipas. El Cecut de 1988 me parecía un museo nacionalista para turistas fronterizos, una institución que se balanceaba entre lo creativo y lo académico.

De ahí en adelante, el Centro Cultural Tijuana fue un espacio donde viví muchas experiencias creativas: desde conciertos con figuras de la talla de Cesária Évora hasta conferencias con Carlos Fuentes. No se diga presentaciones personales, como la de María Félix o Sergio Pitol. El mundo cultural se arremolinaba en sus recintos: exposiciones de estandartes curados por Marta Palau o la llegada del arte conceptual a la frontera gracias a la muestra-espectáculo-performance de Insite. Y no se diga las películas vistas en el cine planetario de la Bola del Cecut. O el asistir a ensayos de la Orquesta de Baja California bajo la dirección de Eduardo Diazmuñoz. Pero aquí debo puntualizar para no dar una visión distorsionada: más que un desfile de celebridades, el Centro Cultural Tijuana siempre ha sido un sitio de convivencia. La bola es hoy, en la tercera década del siglo XXI, un complejo arquitectónico en expansión permanente, una metáfora de lo que hoy es la frontera norte de México: un corazón que late al ritmo de su comunidad, un organismo vivo que sigue empecinado en crear un destino propio, una marca perenne en la conciencia nacional, un diálogo que nos acerque y nos reconforte de norte a sur, de frontera a frontera.

  • *- El autor es escritor, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.

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