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David Huerta: jardines, espejos, monstruos

Desde niño he sido lector de poesía. Recuerdo que el primer poema que me causó una fuerte impresión fue el Cantar del mío Cid.

Gabriel  Trujillo

Desde niño he sido lector de poesía. Recuerdo que el primer poema que me causó una fuerte impresión fue el Cantar del mío Cid, que era, como muchos saben, el recuento de la vida de un caballero español en los tiempos de la reconquista española, aderezado con la sabiduría medieval y el honor en los campos de batalla. Desde entonces, los poemarios han sido mis libros preferidos a la hora de contemplar el mundo y reflexionarlo. Para cuando regresé a Mexicali con mi título de médico bajo el brazo, ya era un lector de los poetas mexicanos.

De los cercanos a mi generación, me decantaba por Alberto Blanco, Marco Antonio Campos, Elsa Cross, Vicente Quirarte y David Huerta. Los cinco eran, a no dudarlo, como mis hermanos mayores en el arte de escribir versos. Todos seguían su propio camino, pero era David quien más experimentaba, publicando poemas que iban más allá de hacer tributos a nuestro pasado poético. En aquellos tiempos, allá por los años ochenta del siglo pasado, los poetas jóvenes nos veíamos como artesanos de la palabra, como gente que pulía sus versos con infinita paciencia. Pero un día, por casualidad, me topé en la Librería de Cristal, con El espejo del cuerpo, un poemario de Huerta publicado por la Universidad Nacional Autónoma de México en 1980. Yo ya había leído El jardín de la luz, publicado por la UNAM en 1972, que era su primera publicación como poeta cuando David apenas tenía 23 años de edad.

El jardín de la luz era un conjunto de poemas muy formales, muy bien hechos, pero todavía sin una personalidad definida. En cambio, El espejo del cuerpo, dedicado a glosar la experiencia dancística desde un verso más libre y expansivo, me dio una sorpresa. Como el propio David lo comentaba: ante un concurso con fecha cercana se dispuso a escribir un poema diario para cumplir con la fecha de entrega y ganó el certamen. No se trataba de seguir los cánones establecidos sino la sapiencia de las pasiones por otro arte: el del cuerpo en movimiento. Pero David Huerta aún no nos daba su sorpresa mayor. En 1987, publicó en la editorial Era, Incurable. Fue, en su momento, un libro que todos los poetas mexicanos nos pusimos a leer y discutir. No se vio, entonces, como un poema monolítico, cumbre de la nueva poesía nacional, sino como un árbol en crecimiento constante, una obra orgánica que se movía con las ráfagas del viento de la historia, el monólogo interior y el juego de espejos del mundo. Deslumbraba e irritaba al mismo tiempo. Como una ruta de vuelta al barroco y a la selva de signos de Saint-John Perse, podía verse a la vez como un mapa de visiones personales y un tratado hermético. Incurable, como su título lo indicaba, transmitía la sensación de una sed febril y una herida abierta, “donde te sientes el oscurantista, el tuareg, el animal, el monstruo de la laguna de las denominaciones,/ el gato negro sobre las piernas de la reina de las palabras”.

Ahora, cuando he vuelto a leerlo, Incurable lo veo como un libro crepuscular donde las sombras viven por su cuenta y riesgo, un experimento darkie para tiempos tan terribles como los nuestros, un himno gótico a lo cotidiano donde el monstruo que cada uno es responde a sus propias pesadillas y quebrantos desde la lotoque cuaz melancolía. A partir de Incurable, Huerta fue una presencia imprescindible en la poesía mexicana de su tiempo, un guía de confianza por las catacumbas de una época hecha de cadáveres insepultos y oscuridades vertiginosas.

Por más que él mismo hablara de su deuda con José Gorostiza, la sombra que siempre lo acompañó fue la de su padre, el también mago mayor Efraín Huerta. En su obra se fraguaron los duros metales del verso medido con el fuego transfigurado de la poesía en libertad. Alquimia verbal donde el mundo exponía su crudeza y los sueños defendían su albedrío con furiosa claridad.

David Huerta murió a la joven edad de 72 años. Ahora lo veo como un creador que no buscaba la concordancia sino el desconcierto, un personaje de un cuadro de Francis Bacon que grita sus obsesiones con “fruición desmesurada”. Un poeta de tentativas, de atisbos, de miradas oblicuas. Alguien para quien este momento de la historia del mundo era una mezcla de laberinto y rompecabezas. Un pasadizo oscuro donde los vivos hablan con los muertos. Y estos les responden.

  • *- El autor es escritor, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.

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