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Democracia costosa

Las elecciones mexicanas son muy caras; esta afirmación es un lugar común cuando aludimos al tema de la democracia política en nuestro país.

Las elecciones mexicanas son muy caras; esta afirmación es un lugar común cuando aludimos al tema de la democracia política en nuestro país. Los procesos electorales en México se organizan basados en la desconfianza. Por ello hemos tenido que desarrollar sofisticados sistemas para garantizar que las elecciones se den en un ambiente de certidumbre y mediante una organización impecable.

Durante el largo periodo de sistema de partido hegemónico y dominante, las elecciones eran sólo una referencia ficticia. Todo mundo sabía quien ganaría las contiendas. Ni procesos internos en los partidos, ni encuestas, ni opiniones de ningún tipo eran necesarias. Al ser nominado un candidato por el partido oficial, automáticamente se sabía que ganaría. Era más importante el “dedazo” que las elecciones. El PRI dominaba la vida política nacional; nada existía políticamente al margen del Partido Revolucionario Institucional. Fuera del partido oficial, era imposible llegar a ocupar algún cargo público.

El cambio formal inició en 1988, con la elección presidencial de aquel año. Obviamente estoy simplificando al extremo, pero los años emblemáticos de la transformación fueron, además del ya referido, 1989 (primera gubernatura de oposición con el triunfo del panista Ernesto Ruffo Appel en Baja California); 1997, triunfo de Cuauhtémoc Cárdenas, candidato del PRD, en la primera elección para jefe de gobierno del Distrito Federal y pérdida de mayoría absoluta priista en la Cámara de Diputados; 2000, triunfo de Vicente Fox Quesada candidato del PAN a la presidencia de la República.

El nacimiento del Instituto Federal Electoral en 1990 no puede explicarse al margen del fraude en la elección presidencial de 1988. La movilización y cuestionamiento de la oposición obligó al Estado mexicano a reconocer la necesidad de contar con un órgano autónomo que organizara los procesos electorales. El reto era cómo transformar la cultura política caracterizada por la desconfianza sostenida por el fraude, la corrupción y la manipulación de los medios de comunicación tradicionales. Tuvimos que crear sofisticados sistemas de organización y registro electoral para combatir nuestros demonios. La credencial con fotografía es tan costosa por los múltiples candados que se le tuvieron que añadir por el temor a la falsificación.

Aunado a ello, decidimos que para evitar el “dinero sucio” en las campañas, deberíamos basar el financiamiento de los partidos políticos en recursos públicos y sólo una mínima parte podría provenir del financiamiento de militantes y simpatizantes. La posibilidad de que fuera el narco quien financiara campañas sigue latente y es la razón por la cual no se elimina el financiamiento público.

Hoy, la discusión sobre lo costoso de nuestra incipiente democracia se centra en la consulta popular que aprobó la Suprema Corte de Justicia de la Nación el pasado jueves 1 de octubre. Se ha difundido que costaría la cifra de 8 mil millones de pesos, similar a la de una elección presidencial. Habría que recordar que la reforma al artículo 35 constitucional en virtud de la cual se introdujo la figura de la consulta popular tuvo lugar el 9 de agosto de 2012. Y quedó establecido en su fracción VIII, numeral 5 que se “realizará el mismo día de la jornada electoral”. Sin embargo, la presión de la oposición llevó a que dicha fracción fuera reformada el 20 de diciembre de 2019, para quedar de la siguiente manera: “Las consultas populares…se realizarán el primer domingo de agosto”. El objetivo de presionar para que se modificara la fecha de las consultas fue “evitar que Andrés Manuel López Obrador ‘apareciera’ en las boletas”, es decir, que, al difundir la consulta para aprobar el juicio a los expresidentes de la República, inclinaría la balanza a favor de los candidatos de MORENA. Otra vez la desconfianza fue la que determinó que coincidieran las consultas con la jornada electoral, como sucede en todas las democracias consolidadas del mundo.

Nuestras elecciones continuarán siendo costosas hasta que no logremos modificaciones profundas en nuestra cultura política, que sigue anclada en creencias y valores autoritarios. Pero estas modificaciones requieren una base sólida: una democracia de calidad con un régimen político distinto. Todavía se ve lejano en nuestro horizonte un cambio de tal magnitud. Lo estamos intentando, pero las fuerzas retardatarias siguen al acecho. No ha sido fácil y no lo será. Preferible una democracia política costosa que el retorno del autoritarismo.

*- El autor es Investigador de El Colegio de la Frontera Norte/Profesor Visitante en el Centro de Estudios México-Estados Unidos de la Universidad de California en San Diego.

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