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El año de la postpandemia

Ha sido un año complicado. Es el primero de la postpandemia. Venimos de un aislamiento que fue estricto, o quizá relajado; pero constituyó un implacable cambio de rutinas para todos.

Hoy es 2 de diciembre. Se nos fue el año: Algunos tenemos idea del camino que recorrimos; otros se sorprenden: Poseen un vago recuerdo de propósitos medio difuminados que bosquejaron aquel enero ya lejano. De pronto, inicia el duodécimo mes y caen en la cuenta que no les alcanzaron los 334 días transcurridos para ensayar un plan, y lograr la entereza para iniciarlo.

Suele suceder. Una de las constataciones frecuentes de quienes vamos alcanzando una edad un poco más provecta es que el tiempo vuela. Si de niños veíamos con impaciencia el calendario para constatar que faltaban 22 muy largos días para Navidad, ahora tenemos semanas tratando de terminar compromisos, robando tiempo al sueño, o a la tele, para arribar a la Nochebuena, y luego la Nochevieja, sin demasiados pendientes, ni angustias: El tiempo vuela…

Ha sido un año complicado. Es el primero de la postpandemia. Venimos de un aislamiento que fue estricto, o quizá relajado; pero constituyó un implacable cambio de rutinas para todos. Y duró por lo menos 30 meses, quizá más. Tuvimos que adoptar cambios inusitados en la cotidianidad y aprender a vivir en contacto vigilante con quienes nos han acompañado por décadas. Una solidaridad atenta y quizá un poco ansiosa, conscientes de que esas presencias, de suyo amorosas, podían tornarse amenazas involuntarias y afectar a quienes queremos.

Esa dialéctica cotidiana entre el cariño y el sobresalto podía resultar un tanto desestabilizante. Vivimos cuidándonos de los cercanos, que nos podría causar contagio y postración. Del abrazo y del beso pasamos a la distancia, a una inclinación de cabeza y una sonrisa velada por el tapabocas. Y tuvimos que hacerla hábito, acostumbrarnos a esquivar al otro y la otra, a no apretar cuerpos, ni tocarnos las manos, tampoco un beso cariñoso y, menos aún, vehemente.

En un sentido este año ha sido de ensayos. Intentamos volver a vivir con la normalidad vigente de hace un lustro. Y si bien mucho del entorno nos mueve a pensar que resulta posible, tenemos una persuasión recóndita y compartida de que subsistimos en una fragilidad endeble que nos hace susceptibles a amenazas enmascaradas en un rozón de manos, una caricia o hasta una carcajada compartida. Aprendimos a cuidarnos de los vecinos y los distantes, y estamos ensayando con prudente cautela volver a establecer aquellas relaciones sociales, amigables y cariñosas, para reconstruir unas vidas compartidas partiendo del aprendizaje que la pandemia provocó.

Sabemos que todos fuimos susceptibles a la enfermedad; que algunos tenían más riesgo y que por ellos, y por nosotros, cuidarnos era una responsabilidad compartida pues la vida de otros podía depender de nuestra atención. Y a la inversa: Nuestra salud está íntimamente conectada con la humanidad toda, por más difusa que nos parezca. Una decisión baladí desencadenó una cadena de causalidades que se multiplicaron y reprodujeron a una velocidad pasmosa, de tal modo que en unos meses había millones de afectados en todo el globo terráqueo.

La enfermedad tuvo su curso y devino menos nociva. Pero experimentamos el riesgo de ser una especie dominante: Somos como un monocultivo que ha eliminado la biodiversidad que acompaña y sostiene la vida, y cada vez tenemos menos controles biológicos que pongan límites a amenazas que antes parecían nimias, pero se tornaron temibles precisamente porque sofocamos fauna y flora que creíamos molestia y estorbo, pero eran soporte y defensa de la vida, custodios de la estabilidad vigorosa que se logra con la complejidad y compañía de especies que no son plaga ni flagelo: Resultan indispensables para la subsistencia viable del conjunto.

No aprendemos: La naturaleza nos conmina a respetar y convivir con humildad con el todo del que somos sólo parte y dependientes; y algunos prepotentes y voraces responden ideando maneras de lucrar, y otros eligen hacer guerras, asesinar y someter a pueblos enteros en pos de una seguridad lábil y espuria. No es el camino de la vida…

Ernesto Camou Healy es doctor en Ciencias Sociales, maestro en Antropología Social y licenciado en Filosofía; investigador del CIAD, A.C. de Hermosillo.

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