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Independencia

La pregunta que conviene formular es en verdad hemos accedido, como país y colectividad, a una libertad y autonomía sólidas, suficientes y generalizadas como para justificar la alegría desbordada en las plazas públicas de todo el País.

Ernesto  Camou

El próximo domingo 15 de septiembre se celebra la fiesta de San Porfirio de Gaza, un monje nacido en la Macedonia en el siglo IV, que fue consagrado obispo de la ciudad de Gaza. En la misma fecha pero en 1830, nació en Oaxaca Porfirio Díaz, que recibió ese nombre porque era el que correspondía en el Santoral.

Desde los inicios de la vida independiente los gobernantes en turno celebraban la víspera del 16 de septiembre con un convite y con el “Grito” tradicional; hasta Maximiliano de Habsburgo la celebró en 1864 con una velada y un discurso en el poblado de Dolores y terminó su arenga con la frase ¡Mexicanos, que viva la Independencia y la memoria de sus héroes!

En 1896, don Porfirio trasladó a la Ciudad de México la campana del templo de Dolores que había tañido don Miguel Hidalgo para convocar a luchar por la Independencia. Don Porfirio dio el Grito y luego repicó la campana de Dolores en ese 1896. Después siguió una recepción en Palacio y, como coincidía con su cumpleaños, se le homenajeaba también, lo que hacía de aquella reunión un agasajo por partida doble, y un rito político y social que permaneció hasta 1910.

Ahora nos aprestamos para escuchar al presidente López Obrador dar por última vez el Grito en Palacio. Desde hace 200 años, cuando don Guadalupe Victoria celebró por vez primera el Grito, hemos estado recordando esa transformación política que nos permitió acceder a una nueva situación de libertad y autonomía nacionales. La pregunta que conviene formular es si en verdad hemos accedido, como país y colectividad, a una libertad y autonomía sólidas, suficientes y generalizadas como para justificar la alegría desbordada en las plazas públicas de todo el País.

Primero hay que advertir que dos siglos marcan diferencias tremendas entre aquella primera insurrección contra un imperio colonial, y nuestra situación en un mundo globalizado e interconectado al extremo; y vecinos de una potencia empeñada en mantener una economía y un escenario político propicios para ella, planteando acuerdos, o recurriendo a amenazas.

Tal “independencia” es algo mucho más complejo y matizado que la que se instauró hace dos siglos, y podemos afirmar que estamos un proceso, a veces sinuoso, otras veces abierto, que nos concede momentos y espacios de autonomía, pero que no suelen ser estables ni consistentes. Es una dinámica en la que cualquier adelanto siempre puede perderse, pero también puede constituirse, si hay pericia y coyuntura, en un escalón apto para avanzar, así sea en pequeños tramos, hacia una mayor soberanía.

Recordemos sin embargo a aquellos presidentes que hace cinco décadas endeudaron al País, en particular a José López Portillo cuando, encandilado por el alza de los precios del petróleo nos informó que “habría que aprender a administrar la abundancia…”. La deuda que se acumuló nos colocó en una situación subordinada frente a los organismos financieros y comerciales internacionales que literalmente impusieron las políticas económicas y forzaron a la aceptación de la doctrina del neoliberalismo que preconizaba mano libre al mercado y candados a la injerencia del Estado en el devenir de la economía nacional.

La consecuencia fue una pérdida de autonomía, y la ampliación de un estrato de pobreza extrema desde los gobiernos de Salinas hasta el de Peña Nieto. Económicamente se polarizó en forma desmedida al País en esas tres décadas: Eso derivó en dos tercios de los mexicanos sin un horizonte de vida estable, en pobreza y muchos en excesiva miseria, sin libertad, ni autonomía efectivas. Para ellos la Independencia ha sido, a lo sumo, una fantasía incierta y lejana.

Porque la emancipación personal resulta inalcanzable para quienes viven ceñidos a conseguir sustento y abrigo para lo inmediato, sin posibilidad seria de regir su proceso vital: Todavía no acceden a una existencia digna. Es imperativo atender prioritariamente a las mayorías desposeídas, mejorar su suerte y lograr una vida sobria, decorosa y compartida con todos…

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