De muertos y difuntos

Hoy es el día de los fieles difuntos, ayer fue la fiesta de Todos los Santos y la noche anterior fue, en países con distinta tradición, la fiesta del Halloween. A pesar de la mercadotecnia que todo lo inunda y trastoca, las tres celebraciones son herederas de tradiciones antiguas y muy respetables.

En el Norte de Europa, en regiones donde se asentaron pueblos de origen celta, los pobladores festejaban el Samahin, una celebración de cosecha y de preparación para el invierno que ya amenazaba. La gente se reunía alrededor de enormes fogatas y comían y bebían agradecidos por el fruto de los cultivares, previendo que era la última ocasión que podrían disfrutar una noche al aire libre.

Si bien el final del ciclo agrícola traía una cierta abundancia, el invierno que iniciaba era un tiempo de encierro y de extinción de lo natural: una especie de muerte se adueñaría del entorno, haciéndolo hostil y peligroso. El Samahin festejaba la vida y advertía el rigor gélido de los meses previos a la primavera. Esa noche, cavilaban, los visitaban sus muertos un poco envidiosos por el ambiente festivo, la abundancia de comida y bebida. Era prudente no mostrarse demasiado vivos para no ofender a sus antepasados. De ahí la precaución de simular ser un visitante de ultratumba más, mal vestido y con la faz cubierta de ceniza y colores mustios.

Con la llegada del cristianismo, el Samahin pasó a ser la víspera de la fiesta de Todos los Santos y adoptó el nombre de Halloween, una contracción del inglés primitivo: All hallows eve, o Víspera de Todos los Santos. Es una tradición añeja y respetable, por más que la mercadotecnia insaciable pretenda mudarla e imponérnosla como una ocasión de dispendio.

Pero en México tenemos la fiesta del día de muertos, añosa tradición, amalgama de costumbres del pasado indígena y la solemnidad cristiana orientada a honrar a quienes nos antecedieron. El Día de Muertos es también una fiesta de cosecha. Se realiza cuando ya se pizcaron el maíz, las calabazas, frijoles y chiles de la milpa; con los agaves que separan los sembradíos se elabora pulque y luego se destila en mezcal, para amenizar el convivio.

Pero nuestros difuntos no son amenazantes: se les aguarda con comida y bebida, se señala el camino al hogar con veladoras en las veredas, y se preparan los manjares que disfrutaban en vida. Su efigie o retrato adorna los altares, junto al cempasúchil, los tamales, frijoles, calabazas en dulce, el cacao y su pomo de mezcal. Por la noche arriban los difuntos y comparten viandas y frutos del trabajo. Testimonio de su visita, y su deleite, es que por la mañana los platillos ya no tienen olor: saborearon y se llevaron el aroma…

Es también un festejo de la identidad, comunitaria y también individual: somos lo que somos gracias a los esfuerzos de quienes nos precedieron. Nuestros antepasados trabajaron la tierra, transformaron el monte en milpa, seleccionaron las semillas y criaron reses y ovejas pensando en ellos y los que vendríamos. Edificaron casas y las acomodaron en pueblos y ciudades, idearon formas de laborar y vivir, usos y costumbres para hacer del existir una experiencia positiva y enriquecedora; nos dieron formas de vestir y comportarnos, un lenguaje para entendernos y nos señalaron el camino hacia la vida.

Al nacer, nos reciben en el seno cálido de una familia, nos colman de amor y nos van obsequiando conductas, valores y principios que constituyen un modo culturalmente definido de ser persona en el seno de una comunidad particular, asentada cada una en su aquí y su ahora.

Este día de muertos celebramos a los que nos legaron vida, alegrías, amores, disfrutes y trabajos. Y también esperanzas y responsabilidades, que lo que hoy tenemos será vida para quienes lo heredarán: recibirán tierra, historia, comunidad, trabajos y logros. Es nuestra responsabilidad transmitirlos sanos, sustentables y bien orientados.