Navidades
Ya faltan cuatro noches para Nochebuena, y yo con la duda de si tenemos todo preparado para el evento.
BATARETE
Ya faltan cuatro noches para Nochebuena, y yo con la duda de si tenemos todo preparado para el evento. Hay una diferencia enorme con la inquietud en la que solíamos pasar días y semanas por lo menos desde noviembre, en aquella infancia hermosillense de mediados del siglo pasado.
Después del asueto del 20 de noviembre, empezábamos a contar los días que faltaban para la Navidad. Los preparativos iniciaban después de la fiesta de la Virgen de Guadalupe: El día 13 era ya válido ir a comprar un arbolito. Nos trasladaban en familia a donde los vendían, y ahí nos consagrábamos a encontrar uno adecuado: Lo queríamos perfecto, no demasiado alto, nos decía mi madre, que no pareciera seco o amarillento, con la forma de pino puntiagudo y con las ramas inferiores completas y armónicas.
El árbol viajaba amarrado en el techo del carro y se nos hacía largo el camino hasta la casa del Centenario. De vez en cuando checábamos los mecates, o tratábamos de tocarlo, para asegurarnos que no había volado con la ligereza del vehículo.
Ya en casa se le colocaba en una cubeta con agua, mientras íbamos rescatando de un pequeño almacén las esferas y foquitos que lo adornarían. El olor a pino iba colándose por la sala hacia el comedor y la cocina, y luego se filtraba en las recámaras y nos instalaba en la certeza de que, ahora sí, la Navidad era inminente.
Una primera tarea era comprobar que las series de focos multicolores encendieran. Lo más probable era que las conectáramos y no funcionaran. Había que ir probando, foco por foquito, quitando el usado y colocando uno de refacción hasta que, al realizar el cambio, toda la línea se encendía.
Procedíamos entonces a colocar cuidadosamente las luminarias vigilando que hubiera más resplandor en la parte delantera, y se dejaba medio oscura la parte posterior. Luego se colocaban con mucho cuidado las esferas multicolores, algunas pequeñas, otras grandes que reflejarían las luces de los foquitos; y para terminar se colocaban tiras de papel plateado y brillante, que completaban la ilusión de frío glacial, en un Hermosillo que poco bajaba de los 20° C.
Al final se colocaba la estrella que coronaba el arbolito, daba un toque brillante al conjunto y recordaba el astro que condujo a los Reyes Magos hacia Belén.
Luego procedíamos a instalar, a un lado y bajo el árbol, el nacimiento, con sus figuras de pasta, su establo con techo de paja y algodón para simular una nevada, su pesebre con el niño, los afanosos padres, un burrito, una vaca y algunas ovejas más algunos pastores asombrados con el suceso salvífico que estaban atestiguando. ¡Estábamos puestos, listos y entusiasmados para recibir a Santa Clós!
En medio de tanto alboroto emocional nos sentíamos un poco apenados por nuestros primos y parientes que residían en la Ciudad de México, que no recibirían regalos hasta el día de Reyes, casi dos semanas después de nosotros: ¡éramos afortunados! Nos tocó la suerte de que el simpático viejo de barbas y traje rojo se trasladaba en un trineo jalado por renos asombrosos que le permitían cumplir con niños, niñas y familias enteras en una sola noche; mientras que los otros visitantes, por más realeza que fueran, viajaban a ritmo cansino y sobre lomos de camello, elefante y caballo, quizá el único ligero: Les urgía presteza y cierta modernidad, cavilábamos.
El mero 24 ya se nos cocían las habas porque llegara la noche. Mis abuelos, Papy y Mamy, don José Santiago Healy y Laura Noriega de Healy, nos invitaban a recorrer la ciudad y admirar las decoraciones navideñas. Recorríamos calles y colonias y terminábamos frente al Mercado Municipal, donde un Santa Clós mecánico se movía como con espasmos y lanzaba carcajadas grabadas y anécdotas al modo; mientras, mis padres se acomedían a sacar los regalos de su escondite.
Luego retornábamos a cenar y esperar la llegada del gordo bonachón.
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