Cuaresma
De alguna manera lo que proclama es la salvación de la humanidad que acompaña a Jesús en su paso al Padre.

El miércoles 5 de marzo fue “de ceniza”, el inicio de la Cuaresma, ese período que marca la iglesia como preparación para la Pascua de Resurrección. Es un día en que los fieles asisten a los templos para que les marquen la frente con una cruz cenicienta, y les recuerden que somos polvo y al polvo retornaremos.
Es un anuncio y una llamada al recogimiento, que invita a un cambio de costumbres al menos por unas semanas: Recomiendan no comer carnes los viernes, como penitencia un tanto precaria, pues en algunos hogares no tienen inconveniente para cambiar la arrachera por un filete de buen pescado, unos camarones correctamente aliñados o un plato de langosta. Parece obvio que el énfasis ha ido derivando hacia un cumplimiento textual que poco se inquieta por la intención original de la exhortación.
Muy parecida fue la previsión añeja de prepararse para los rigores cuaresmales con unos días de relajación y excesos, en comida, bebida e incluso erotismo: Las fiestas carnestolendas previas al día de la ceniza, el carnaval pues: Ya su nombre apunta al hartazgo de viandas cárnicas y también, por qué no, a los placeres de la carne, que iban a estar vedados unas ocho semanas. Esta cuarentena tiene su sentido profundo en la Pascua que anuncia y prepara.
La fiesta de Pascua es la celebración central de la liturgia y del año. De alguna manera lo que proclama es la salvación de la humanidad que acompaña a Jesús en su paso al Padre. Con el tiempo esos “días santos” han devenido una etapa de vacación, unos días de descanso, a veces de paseo y para la mayor parte un respiro de los rigores laborales.
En nuestra región tenemos otro ritual, una manera alternativa de festejar la Cuaresma y el paso a la Gloria en la Pascua de Resurrección. Me refiero a la liturgia yoreme en las comunidades yaquis, que inicia en los templos de los pueblos y barrios, el día de la ceniza, cuando detrás de algún altar se escucha un aullido y aparece un personaje estrafalario, envuelto en cobijas y con una máscara estrambótica que recuerda algún animal mítico, con “tenábaris”, capullos secos de mariposas que se anudan en las pantorrillas para marcar los ritmos de sus danzas.
Así aparece el primer fariseo, o chapayeca, en las comunidades yaquis. Poco a poco van surgiendo otros chapayecas ataviados de forma similar, que comienzan a recorrer calles y plazas de la comunidad, danzando y haciendo travesuras.
Son una representación de los espíritus del monte, aquellos yoremes que no aceptaron a los misioneros, que nose congregaron en pueblos y no accedieron ser regidos por la campana. Se mantuvieron en el monte y se tornaron en una especie de duendes revoltosos no domesticados.
Su misión consiste en anunciar un evento asombroso y extraordinario que tendrá lugar en la Semana Santa: La muerte y pasión de Cristo y su ascenso a la Gloria.
Intentan crear un clima de expectación entre las comunidades, las invaden y confieren un sentido nuevo a la cotidianidad: Anuncian una transformación radical de la historia, e instauran la esperanza de una nueva vida. Su talante juguetón y bullicioso se va transformando conforme se acerca la Semana Mayor.
Poco a poco van aceptando su misión, los bailes van dando paso a la marcha acompasada hasta que se alían a otro grupo yoreme, los “soldados romanos”, con los que empiezan a buscar a Cristo para llevarlo a su pasión.
El Jueves Santo lo capturan en efigie y la llevan ante el Sanedrín para que sea juzgado y condenado. Después de su muerte las mujeres rescatan su imagen y la resguardan en el templo. Hasta ahí van los chapayecas, el Sábado Santo, a intentar capturar la efigie y son repelidos en una batalla de flores. En ese momento los fariseos aceptan el triunfo de Cristo, sufren su penitencia, queman sus máscaras y se abre la Gloria...
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