Equinoccio primaveral

BATARETE

Ayer, viernes 21 de marzo, fue el equinoccio de Primavera. Es uno de los dos días del año en que la noche y el día tienen la misma duración.

Este oscilar la tierra con respecto al Sol, marcado por solsticios y equinoccios, dio lugar en la Europa ancestral, a dividir el año en cuatro estaciones, cada una con sus características propias: invierno, primavera, verano y otoño.

En aquellos países serpentrionales la primavera era el inicio de un tiempo más amable: el deshielo de las nieves permitía el renacer del campo, había brotes verdes y flores, los animales comían después de los rigores de invierno, la vida renacía.

Sin embargo, en nuestro árido Noroeste, las estaciones y las formas como se concibieron en el viejo continente, resultan una concepción teórica y cultural poco adecuada para entender y definir el ciclo anual de la naturaleza en las comunidades del México norteño.

Vivimos en el desierto de Sonora, y los criterios de aquella Europa son poco aptos para entender nuestro ciclo anual. En esta llanura norteña suele nevar poco y por lo general la nieve no se acumula sobre el suelo. En la mayor parte de nuestra región los fríos son escasos y muy soportables: un respiro amable ante los calores de nuestros veranos candentes.

Por estos rumbos tenemos, al principio del año, un invierno corto a veces salpicado con lluvias tranquilas qué llamamos equipatas, que dan paso a un tiempo prolongado de sequía, que sólo se resuelve hasta el mes de julio, cuando se esperan los aguaceros. Los campesinos llaman “la temporada” a estos cinco o seis meses difíciles y secos, en los cuales hay que proteger a las reses y llevarles agua y alimento.

En años buenos empiezan los calores en junio y atraen a las lluvias a principios de julio. Por lo general los aguaceros suelen terminar hasta el mes de agosto, pero los calores permanecen hasta mediados de octubre, lo que da paso a un entretiempo sabroso, a unos meses de relativa frescura: nuestro otoño norteño, al que sigue, a fines de diciembre o principios de enero, la época de frío, pespunteada a veces con las equipatas: un chipi chipi regocijante qué moja el suelo y suele hacer más llevadera la Temporada inevitable.

En nuestra historia y cultura tradicionales para la de la gente de campo que ocupó valles, vegas y sierra desde antiguo, la primera etapa climática era, sin duda, el tiempo del estío y de las aguas, pues junto con las altas temperaturas venían los nubarrones qué daban paso a las tormentas de verano.

Entonces, con la lluvia, renacían los campos y potreros, brotaban flores y pastos, los animales encontraban comida y solaz en sus agostaderos, y la vida tornaba a reproducirse. Los rebaños se incrementaban, los chaparrones humedecían las semillas, y las milpas prometían cosechas abundantes.

Si podemos hablar de un equivalente de la primavera en este desierto sería el tiempo de calor con su dosis de aguaceros. Con las aguas viene la promesa de la recompensa al trabajo del cultivador o del criador: una buena cosecha de maíz, frijol o calabazas; más unos cuantos becerros que refuercen el hato, y las esperanzas del mercado.

Después de lluvias y estiaje viene el entretiempo tranquilo y apacible con su lapso de cosecha. Si hay abundancia de grano y crías, se puede festejar y hasta invertir en una troca o un toro prometedor. En estos meses otoñales se concentran las fiestas patronales en pueblos y comunidades, pues si hay fruto suficiente, se puede festejar con prudencia y alegría.

Ya al final de año se tiene el tiempo de fríos y, con suerte, de equipatas, que cuando arriban suficientes dan pie a la esperanza de una “Temporada” menos hostil.

Así se redondea el ciclo de estaciones norteñas. Nuestros ancestros las nombraron y conocieron. Y nosotros las seguimos viviendo…